miércoles, 24 de noviembre de 2010

Octava noche


Ludmila les propuso encarar la reunión de manera distinta. Como era su turno, tenía derecho a imponer las reglas. Quiso que todos se vistieran con solo dos colores: negro y rojo. En vez de poner el fogón en el medio, como venían haciendo todas las noches, ordenó que se clavasen en el pasto estacas de madera —tenía que formarse una gran estrella—. Encendieron cada estaca y luego se ubicaron todos de la estrella para adentro.
Conviene que dé algunos detalles sobre el aspecto de esta chica: medía un metro ochenta, su pelo era colorado claro medio rosa, tenía noventa y seis de busto, la nariz respingadita, sus ojos eran enormes ―y de tono azul oscuro—, la piel tostada pero no mucho, los labios exageradamente carnosos y pintados de azul oscuro —al menos esa noche—, pesaba alrededor de setenta, en el ombligo tenía dos aritos —un cuarto de luna y un sol—, no había un solo pelo claramente visible de su cuello para abajo y en la parte inferior de la espalda gozaba de un tatuaje. El tatuaje era el típico de los satanistas, el de la cruz de Cristo puesta al revés. Su edad no la sé bien, pero calculo que iba por más de los veintidós años.
Así fue su discurso:
“La noche es el mejor momento del día. La luz es buena porque sin ella no apreciaríamos la oscuridad. Yo uso hechizos para atrapar mis varones. A Ramiro lo retengo así, y a otros tantos los tomo, los uso un rato y después los amo mucho, y los dejo. Esto del Infierno, el mal, los demonios, las ninfas, zarabanda y Lucifer es todo pura realidad. ¡Y gracias a Dios que es así! Mi ingreso en satanismo fue a los siete. Les cuento cómo fue: resulta que mi mamá estaba en pareja con un pastor evangelista; el tipo era muy pasional, por cualquier cosa gritaba, golpeaba, lloraba o pedía favores. Yo estaba confundida, porque me hacía la idea de que Jesucristo había sido medio como él. Entonces, como a mi padrastro lo recontra despreciaba, le tomé también desprecio a Jesucristo. Un día salí angustiada de casa porque mamá estaba a los gritos y golpes con el tipo ese; me puse a meditar y rezongar debajo de un árbol gigante. ‘¡Qué vida trucha, qué vida trucha!’ me decía a mí misma. También dije algo así como ‘ojalá me chupe el Diablo y me haga loca’. De pronto un señor vestido de traje se me acercó y me dijo, muy amablemente: ‘nena, vos sos importantísima’. Y bueno, yo quedé extasiada, nunca nadie antes me había llamado ‘nena’. Ese hombre entonces me explicó que pertenecía a una asociación religiosa llamada Satanismo y que siempre recorría las plazas buscando elegidos. La noche siguiente fui con él a una de las reuniones, y me atrajo bastante. Era en una casa de familia —pónganle que contándome a mí éramos unas quince personas—; y así como les pedí a ustedes para hacer acá, ellos también tenían formada una gran estrella de fuego —solo que encendían velas, no palos—. Luego se pusieron a cantar unos temas en latín y rumano, acuchillaron un pavo y llamaron al Diablo.
El Diablo dijo que estaba bien, que me podía quedar, que era una elegida. A partir de entonces esa gente me fue instruyendo en todo lo que es ocultismo, filosofía, meditación trascendental, viaje astral, curaciones milagrosas, manipulación espiritual de la materia, revisionismo religioso y demás.
Les voy a enseñar algunas cositas básicas. A ver, Marita, acercate. Mirá, ¿vos dijiste que lo querías a Santiago, no? Oquéi, probemos una técnica de enlazar corazones. Tomá este papelito, ¿ves que hay una especie de rezo ahí? Repetí esta oración varias veces, en voz alta, pero en lugar de decir Fulano decí Santiago Locke. A ver, probá….”

¡Fue increíble! Después de la tercera repetición del rezo, Santiago se puso de pie, se sacó la remera y fue corriendo a transarla a Marita. Al ratito Ludmila les tocó la cabeza a los dos, gritó ‘basta ulacubum’ y Santiago se fue a sentar explicando que Marita no le gustaba, que actuó bajo hipnotismo, nada más. Y así concluyó el evento.

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