Ludmila
les propuso encarar la reunión de manera distinta. Como era su turno, tenía
derecho a imponer las reglas. Quiso que todos se vistieran con solo dos
colores: negro y rojo. En vez de poner el fogón en el medio, como venían
haciendo todas las noches, ordenó que se clavasen en el pasto estacas de madera
—tenía que formarse una gran estrella—. Encendieron cada estaca y luego se
ubicaron todos de la estrella para adentro.
Conviene
que dé algunos detalles sobre el aspecto de esta chica: medía un metro ochenta,
su pelo era colorado claro medio rosa, tenía noventa y seis de busto, la nariz
respingadita, sus ojos eran enormes ―y de tono azul oscuro—, la piel tostada
pero no mucho, los labios exageradamente carnosos y pintados de azul oscuro —al
menos esa noche—, pesaba alrededor de setenta, en el ombligo tenía dos aritos —un
cuarto de luna y un sol—, no había un solo pelo claramente visible de su cuello
para abajo y en la parte inferior de la espalda gozaba de un tatuaje. El
tatuaje era el típico de los satanistas, el de la cruz de Cristo puesta al
revés. Su edad no la sé bien, pero calculo que iba por más de los veintidós
años.
Así
fue su discurso:
“La
noche es el mejor momento del día. La luz es buena porque sin ella no
apreciaríamos la oscuridad. Yo uso hechizos para atrapar mis varones. A Ramiro
lo retengo así, y a otros tantos los tomo, los uso un rato y después los amo
mucho, y los dejo. Esto del Infierno, el mal, los demonios, las ninfas,
zarabanda y Lucifer es todo pura realidad. ¡Y gracias a Dios que es así! Mi
ingreso en satanismo fue a los siete. Les cuento cómo fue: resulta que mi mamá
estaba en pareja con un pastor evangelista; el tipo era muy pasional, por
cualquier cosa gritaba, golpeaba, lloraba o pedía favores. Yo estaba
confundida, porque me hacía la idea de que Jesucristo había sido medio como él.
Entonces, como a mi padrastro lo recontra despreciaba, le tomé también
desprecio a Jesucristo. Un día salí angustiada de casa porque mamá estaba a los
gritos y golpes con el tipo ese; me puse a meditar y rezongar debajo de un
árbol gigante. ‘¡Qué vida trucha, qué vida trucha!’ me decía a mí misma. También
dije algo así como ‘ojalá me chupe el Diablo y me haga loca’. De pronto un
señor vestido de traje se me acercó y me dijo, muy amablemente: ‘nena, vos sos
importantísima’. Y bueno, yo quedé extasiada, nunca nadie antes me había
llamado ‘nena’. Ese hombre entonces me explicó que pertenecía a una asociación
religiosa llamada Satanismo y que siempre recorría las plazas buscando
elegidos. La noche siguiente fui con él a una de las reuniones, y me atrajo
bastante. Era en una casa de familia —pónganle que contándome a mí éramos unas
quince personas—; y así como les pedí a ustedes para hacer acá, ellos también
tenían formada una gran estrella de fuego —solo que encendían velas, no palos—.
Luego se pusieron a cantar unos temas en latín y rumano, acuchillaron un pavo y
llamaron al Diablo.
El Diablo
dijo que estaba bien, que me podía quedar, que era una elegida. A partir de
entonces esa gente me fue instruyendo en todo lo que es ocultismo, filosofía,
meditación trascendental, viaje astral, curaciones milagrosas, manipulación
espiritual de la materia, revisionismo religioso y demás.
Les
voy a enseñar algunas cositas básicas. A ver, Marita, acercate. Mirá, ¿vos
dijiste que lo querías a Santiago, no? Oquéi, probemos una técnica de enlazar
corazones. Tomá este papelito, ¿ves que hay una especie de rezo ahí? Repetí
esta oración varias veces, en voz alta, pero en lugar de decir Fulano decí
Santiago Locke. A ver, probá….”
¡Fue
increíble! Después de la tercera repetición del rezo, Santiago se puso de pie,
se sacó la remera y fue corriendo a transarla a Marita. Al ratito Ludmila les
tocó la cabeza a los dos, gritó ‘basta ulacubum’ y Santiago se fue a
sentar explicando que Marita no le gustaba, que actuó bajo hipnotismo, nada
más. Y así concluyó el evento.
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