Introducción
Esta
historia sucedió en un futuro cercano. La Ciudad de Buenos Aires sufría una
agudísima contaminación de agua, sonora, de aire.
Había
tanto aumentado la población, que desde cualquier piso quinto que diera de
frente a una avenida, podían oírse no solo bocinazos sino también el
pegoteamiento de charlas y gritos de los transeúntes. Y a eso se sumó la
aparición de las bacterias Cápsol.
Por las
Cápsol murieron mil novecientas o novecientas mil personas —sin
contar las mujeres y los niños—. El primer síntoma era fiebre y vómitos; a muchos
luego les salían forúnculos amarillentos por los brazos, la espalda y piernas.
Terrible era también para otros, quienes tras vómitos y mareos se les ablandaba
el cuello, y perdía equilibrio su cabeza y rodaba. Morían también algunos por
deshidratación, o por asfixia, o por coches.
Y
aunque cabe explicar más sobre ese panorama angustioso, voy a pasar directamente
al eje del relato:
Diez
jóvenes porteños de entre veinticinco y diecinueve años dejaron la Ciudad y se
fueron a Cañuelas. La cuestión principal era evitar enfermarse, pero querían de
paso tener juntos un buen momento. Dos pibes eran maricas.
Muy
bien, los diez acamparon en una zona libre de por ahí. Eran seis muchachos y
cuatro mujeres —se armarían cinco parejas porque dos chicos
eran homosexuales—.
A la
noche hicieron la fogata, cantaron y después empezaron a contar unos cuentos
personales. Como calculaban pasar en Cañuelas entre once y diez días, se
pusieron de acuerdo para que cada uno entretuviese a los otros en su noche
correspondiente —sortearon—.
Alejo
contó sus historias la primera noche. Alejo era marica —vivía
en la zona de lo que hoy es Villa del Parque y todavía no había cumplido los
veintidós. Tenía pelo castaño, ojos medio verdosos, bien afeitado, pancita
moderada y un arito de perlas violetas en la oreja izquierda. Pero era
homosexual—.
Es
verídico este caso, es de esos que exceden la fantasía; lo de las bacterias Cápsol
no está puesto por mi antojo, es algo que vendrá (y quizás en doce años).
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