domingo, 29 de mayo de 2011

El Progreso


Para celebración de todos los ciudadanos de Pearcópolis, su infalible gran protector volvió a librarlos de la intimidación de la que ha sido, hasta el momento, la más dañina de las villanías. La ciudad pudo regresar al orden; volvió la tranquilidad al corazón de sus hombres.

El alabado héroe de Pearcópolis, el indomable Sícoman, estaba en su casa durmiendo cuando recibió la llamada del Alcalde; lo necesitaban urgente para detener a una inesperada y terrible amenaza.
Separó suavemente sus piernas de las de su amante, salió de la cama y comenzó a vestirse. Luego de despedir a Ezequiel, marchó en su auto supertecnificado al encuentro con el Secretario de Justicia mesié Raimón.
—Usted dirá, Raimón. ¿Qué es lo que pasa?
—Pasa bastante, Sícoman, le tengo un nuevo archienemigo. Está perturbando nuestras calles; la policía ya no sabe cómo detenerlo. Es otro chanterilo más, pero mucha gente lo sigue y está poniéndose peligroso.

Este es el camino que quise abrazar: mi pelea contra el mal no es por la fuerza, estoy en contra de todo tipo de violencia; yo combato con la palabra. Apoyo la visión y soy fiel seguidor de nuestro Alcalde; siento que él es la única solución a todos los grandes conflictos por los que ha venido pasando siempre la humanidad. Pearcópolis es lo que es hoy día gracias al amor y a la luz que el Alcalde lleva incorporados. No voy a permitir que esas resacas del pasado desestabilicen el imperio de paz que estamos creando; en ellos se sintetiza toda la desgracia humana: las guerras, la discriminación, las culpas, los miedos, la hipocresía. Voy a limpiar completamente a mi querida ciudad de todo su veneno.
 
Sícoman se dirigió por medio de la televisión, en cadena general, a todo el pueblo pearcopolitano. Así fue en parte su discurso:
Mi muy amada gente, estamos por desgracia en clave roja. Tenemos que anticiparnos cuanto antes a la amenaza de estas víboras. Sabíamos que no iban a quedarse con los brazos cruzados viendo cómo prosperábamos, cómo extirpábamos el delito, envidiando nuestra libertad y nuestra vida sin culpas; se les derrite el cuerpo de solo pensar que pudimos avanzar y que tuvimos éxito estando apartados de todas sus mentiras, de la basura que hicieron tragar al mundo por más de quince siglos. ¿Porque ya quién les cree esa moral barata con la que compran a los más débiles? ¿No nos enseñó la Historia que lo que ellos quieren es dominarnos, tenernos en sus manos, para satisfacer quién sabe qué deseos oscuros?....

Esto es lo que nos dictó la razón, y es la bandera que sacudimos fuerte como ciudad: “hay una esencia natural, un potencial creativo que debe empujarnos al desarrollo. En el silencio de nuestras mentes duerme todo el amor y todo el vigor que necesitamos para crecer; la tierra misma en la que vivimos nos hace ver que nada merece dividirnos, que nos corresponde hermandad y fraternidad. No tiene por qué haber pobres o clases esclavas; todos somos un mismo espíritu, somos energía. No se trata de dogmas, religiones o pasionismos; se trata de estar unidos, de ser la misma cosa, el mismo dios.”
Si se los quiere desmoronar rápidamente, habrá que someter a su líder. Lo llaman “el hermano Muñiz”; está buscando que nuestra gente se rebele contra el Alcalde, está empecinado en dividir al pueblo. Hace creer que obra milagros, que trae regeneración espiritual, que si no aceptan a su dios no pueden ser felices o tener paz, iluminación, salvación o qué sé yo. Me hierve la sangre que estén pasando esas cosas y el Alcalde recurra solo a mis métodos.

Mientras tanto, las ratas chillaban en su madriguera….

Bastaron diez minutos de un discurso televisivo para que ya fuera blanco de todos los disparos. Este Sícoman consiguió que la gente me odiara.
Todas las críticas que nos hacen son exageraciones o directamente mentiras. Esta ciudad está mugrienta; se llenan la boca hablando de que la paz esto o la paz lo otro, pero se les empuntan los pelos de la rabia cuando decimos que la mejor paz está en el Señor. Nos tienen tremenda bronca, en especial el Alcalde. Hablan del respeto, de la hermandad, del amor…, pero ahora nos quieren liquidar; ¡si ya tenemos que andar escondidos! Sícoman piensa que el problema acá es “el hermano Muñiz”, está muy equivocado. Yo nada más enseño lo que creo, no busco hacerme seguidores; en todo caso, si quiero que sigan a alguien, que sea a Hiesurristo.

…Ya se ha dictaminado la medida. Vamos a tener que elevarnos a un sistema de seguridad mucho más estricto; no hay vuelta que dar. Desde el día de mañana hasta el próximo viernes, todos deberán pasar por el registro civil para ser codificados en su mano derecha a través de medios digitales. Esta identificación va a servir para reconocer quiénes de ustedes son ciudadanos comunes y quiénes son seguidores de Muñiz. El que no tenga el código no podrá hacer ningún tipo de transacción, no podrá entrar a su trabajo, no se le permitirá subir a los transportes públicos. Si la policía lo encuentra, va a llevarlo detenido; no importa la situación en la que esté.
Y para evitar que esos terroristas fanáticos también reciban la marcación, va a imponerse la condición de que los identificados asuman todos los días, en voz alta, sea en su lugar de estudio o de trabajo, frente a dispositivos especiales que vamos a instalar, que el único jefe y merecedor de nuestra total fidelidad es el Alcalde. Los terroristas no van a atreverse a un acto de amor y compromiso tan grande con Pearcópolis; para ellos es Hiesú, Muñiz o nada.

Durante los dos meses siguientes, se libró un perseguimiento excepcional de todos los mal vivientes. El sistema resultó muy eficaz. Todo volvió a ser como antes: orden y tranquilidad; piedras base del progreso….


 

De la muerte, la vida y el carnaval



Era este que yo vi un pueblo seco como harina vieja. Los chiquillos si jugaban no reían, y no contendían por nada. Yo miraba a sus mujeres y pues parecían lechuzas,  y qué más detestable que una lechuza. Me hablaban de su fiesta de carnaval, pero hombre qué pamplinas podría ser esa fiesta, a lo sumo alzarían su voz más de la cuenta.
Bien, en fin, había llegado yo un día antes de la elección de reina. Este pueblo era bien pequeño, sabrás, ¡pero joder que había treinta y seis muchachas postulantes! Mi amigo Luis era jurado, y él entonces me dejó presenciar la selección. Por mi madre te aseguro que esas muchachas no eran lechuzas ni qué menos, aunque bueno, tampoco las vi muy exultantes. Se eligió a una tal Amelia, de veinte años, era una niña de nariz y boca deliciosas, de cabello oscuro, ojos rasgados y unas manitas de lo más sutiles y apetecibles. Conversé un tanto con ella y hasta pensé en raptarla y traerla a España, ¡pero sálveme Cristo!
Luego de unos días inició aquel carnaval. Te diré cómo fue la ceremonia ―porque me parecía más eso que una fiesta―. Lo que hubo primero fue una procesión, venían chiquillos tocando tamboriles y entonaban repetidamente esta frase, cantaban: “ay, la muerte da la vida; ay, la muerte da la vida”, y eso repetían. Qué decirte, a partir de allí sentí que estaba en algo extraño.
Seguido a esos chiquillos pasó un conjunto de payasos. Desde unos altavoces se oía música circense, y estos payasos llevaban puercos con correa; hacían que los puercos se acercaran a la gente y todos reían, y había un payaso con un balde lleno de fango y lanzaba ese fango a las ropas o los rostros del pueblo. Nunca había visto algo semejante. Me parecía además curioso que sus chiquillos no dejaran de tocar los tamboriles y entonar ese verso de la muerte.
Mira si en sorpresas vendría el asunto: luego de aquello desfiló una gran carroza, y decorada de tal forma, y armada de tal forma que pues no parecía más que un enorme culo abierto. ¡Es que eso era! Y por encima de esas nalgas veías de pie y saludando tanto a la escogida reina como al intendente y su mujer. Una escena de lo más despreciable.
Y para esa altura, entenderás, me había ya colmado de espanto, y habrá sido por eso que caí desmayado al ver a esos tres ilustres personajes orinar y sembrar su orina sobre las cabezas sedientas de su pueblo del demonio.
Oh, mi Dios, cuánta ironía…  Hasta aquí nomás quiero y puedo contarte sobre aquel carnaval. Pero déjame enseñarte lo que aprendí, porque verás que hay algo profundo en todo esto:
Te dije que en un principio, cuando llegué al pueblo, la gente me parecía de lo más desabrida y sus mujeres unas lechuzas. Bueno, algo cambió, pasada la fiesta ellos fueron otra cosa, no sé explicarte, de una actitud hermosa, una cosa angelical: sonreían, discutían, las mujeres brillaban…. Y entonces aprendí el sentido de su canción, cuando sus niños decían ‘ay, la muerte da la vida, la muerte da la vida’….
Joder, Francisco, y eso nomás te digo.




domingo, 8 de mayo de 2011

El niño que inquiría en ciertos temas


29 de marzo del año coco

A mi amado padre en el Señor, Ramiro Josefo Fuentes Gómez Luz:


Yo soy un hombre idiota, y no sé expresarme. Quería contarle sobre un chiquito huérfano de nombre Fiolín; espero que rescate las buenas morales de su historia y no se irrite por mis fallas de escritor.
Augusto Fiolín quedó sin padres a los nueve, y entonces debía cuidar de su hermana chiquita Luna, de siete. Las riquezas les sobraban por la herencia de sus padres, pero Fiolín sufría de obsesiones por la muerte y por eso vivía triste, tenía riquezas pero era un niño muy dolorido triste por la muerte.
Siendo ya de doce años, Fiolín, luego de haber invertido muchas riquezas en juguetes, parques de diversiones, mascotas raras, bebidas raras, mujeres extrañas, dejó todo su poderío en manos de su hermana y tutores, abandonó el hogar y anduvo como errante por Buenos Aires, Salta, Ecuador y la Ciudad de Buenos Aires. Viajó para encontrar verdades; tal como había leído en Buda y San Francisco, Fiolín Augusto se hizo pobre para que su alma no fuera pobre, porque todo le era pobre cuando pensaba en la muerte, y siempre que pensaba, pensaba en la muerte.
Un lunes entró a una capilla en Santa Agustina, provincia de Caracha, Ecuador; allí conoció al sacerdote que luego sería su maestro e influiría tremendamente en la decisión de Fiolín de explotar su cuerpo —con la explosión de Fiolín Augusto acaba esta historia sobre la vida de Fiolín—. El padre Andamio, al verlo entrar en la capilla, se acercó a él corriendo, puso su índice izquierdo sobre la frente del niño y le gritó afectuosamente: “¿acaso no es Dios el Señor de todas las cosas?” Enseguida tomaron asiento y Fiolín Augusto lo desafió de esta manera: “padre Andamio, si usted es un ministro de la verdad, tendrá que responder con verdad mi pregunta: si muero, ¿entonces qué me vendrá?” Andamio sonrió y llevó a Fiolín a la pequeña huerta que tenía afuera. Mientras le acariciaba el hombro, le dijo: “niño, eso tendrás que averiguarlo por ti mismo; toma este amuleto, llévalo contigo y verás qué increíble ayuda recibes de lo alto”.
Fiolín continuó su viaje con un poco menos de perturbación espiritual. Recibió desde lo alto la ayuda de un gorrión —Andamio le había obsequiado una pulsera con la imagen de una gorriona, pero a Fiolín lo auxilió un gorrión—. El gorrión le indicaba hacia dónde dirigirse y a qué gente preguntar sobre la muerte.
La siguiente persona con la que el chiquito Augusto habló fue Jesús Amador Incierto Pérez Carlos, un ingeniero atómico de Cafayut, provincia de Salta; él era un hombre de familia que siempre estaba alegre y cuando podía cantaba mucho. Se espantó por la pregunta de Fiolín y en ese espanto le respondió exasperado: “¡pero nenito, no andés atravesado con tantos temas; vos tenés que ser feliz y no pensarte en esos temas!” Luego Fiolín habló con Marta, una periodista, ella le dijo que los niños se iban al Cielo, y entonces él se apenó porque podría haber en el Cielo muchos chiquitos malos que se le burlen y le peguen. Acudió también a Pepe, un taxista, el cual no quiso responderle y lo escupió.
Así siguió Fiolín durante unas semanas más, llegándose a gente de todo tipo y preguntándole mucho sobre lo mismo, pero ninguna respuesta lo saciaba. Por las noches Fiolín Augusto conversaba con su maestro Andamio a través del gorrión.
—¿Por qué mejor no ignoras todo eso? —le preguntó una noche Andamio con su acostumbrada ternura— Quédate en la incertidumbre y mira la vida, goza de las cosas pequeñas.
—Es que no sé, padre —Fiolín tapaba su rostro con las manos—; si no puedo estar seguro sobre esto, tener seguridad de qué me vendrá, no sé cómo orientar mi vida, no sé adónde llevarla ni por qué. ¿Me entiende, padre amado?
—¡Bueno! —exclamó el monje fastidiado— Si tanto quieres saber, ¿por qué no te estallas y lo averiguas? ¡Al final vas a llenar mi cabeza de lentejuelas!
—Entiendo —respondió delicadamente Fiolín y ordenó al gorrión que se marchara.

Esta historia, padre Ramiro, se la he contado porque la considero fuerte, muy poderosa en el mensaje; sé que usted es mil veces más sabio y refinado que yo, sé que la interpretará con suma inteligencia. Pero le digo que no me apeno por Fiolín; ni por él ni por sus obsesiones ni por su explosión. No, yo lo admiro, lo creo un valiente y un visionario, alguien dispuesto a todo por la verdad, quien no se conformó con dudas ni flojeras; ¡así era Augusto Fiolín!  
Bien, eso es todo, padre, que el Señor le añada paz y alegría.

Siempre suyo,
Lisandro Muñiz


  

jueves, 5 de mayo de 2011

Poema



Quiero objetivar estos deseos
y que lleves la figura de mis canciones;
tal vez seas vos la que sueño,
no sé,
te conozco y me gustaste algunas noches,
al dormir,
que te imaginé volcada a mí, sonriendo.
Pero hay tantas maneras de equivocarse y mi perfeccionismo gruñe a tus olas.
Transpiro mucho y voy para nadar en vos,
y será quizás Dios que me sujeta
el hombro o serán mis miedos,
pero resulta que nunca,
¡nunca! siquiera supe si eras dulce o salada.

Por favor sé paciente, 
yo digo que es temprano y aún podemos
hacer reservaciones, pienso comprar
dos boletos y embarcarme solo, y no
porque no te ame sino que sos el agua y viajo
sobre tu piel
aunque no me moje.
Pero este asiento
a mi lado
quedará vacío
y lo pagué por vos, lo puebla tu nombre.
Dejá que cierre los ojos y te escuche
y pueda oler
si sos dulce o salada...
tus besos y el viento.


  
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