Llegué
y él dormía.
Vi
los aparatos, las cortinas delicadas, la colcha esmeralda. “Vas a esperar
dos horas” se me dijo. Tenía que hablarle de alguna forma, Dios estaba llamándolo,
quería despertarlo; ¿qué gracia fluir del sueño a la muerte?
Y ahí
estaba yo. Me acerqué a su alma.
“Vamos,
Juan, arriba”. Abrió los ojos, se acarició la mejilla. Todo al Diablo, se
decía, todo al Diablo. ¡Ay, qué mirada! Sus pupilas latían y se humectaban.
Empezó a reír.
Dos
jóvenes entraron a la habitación: su nieta y su nieto. “¿Cómo te sentís?”
preguntó ella.
—¡Ahora seguro
vino un ángel a romper las guindas! —exclamó el viejo.
Los
chicos no le respondieron; solo le daban cariños en el hombro. ¡Y volvió a
reír!, una carcajada sorprendente.
—¿Qué te pasa,
abuelo? —decía el nieto en tono alegre—, ¿te acordaste de un chiste? ¿Qué pasa?
—¡No, ningún
chiste! ¡Con la muerte me limpio el traste, ¿viste?, bien limpito!
Hasta
yo estaba confundido. La escena en parte me gustaba, pero no entendía. El tipo
con cáncer, débil, con la trompeta del Cielo sonándole en la espalda, y encima
diciendo esas cosas. Claro, yo venía con la idea de algo más romántico,
sublime, como les pasa a mis compañeros.
—No te vas a
morir, abu, ¡no! —decía la chica entre lágrimas.
—¡Oh, claro, que
vengan Dios, San Pedro, Gardel y la calavera! ¡Sí, y les presentaremos batalla!
—el viejo seguía con las risas— Ustedes no se dan cuenta, de acá yo no salgo.
Los
nietos se fueron. Llegó el hijo, y besó al hombre en la frente.
—¡Te amo mucho,
papá! Perdoname tantas cosas —estaba quebrantado.
—Bueno, che, no
hagás niñadas… —le contestó—, mirá que tampoco me estoy pudriendo.
Y así
las dos horas pasaron de largo. Yo me impacientaba. Salían y entraban
familiares, amigos, conocidos, médicos. Todos venían lastimosos, melancólicos y
con cara de ternura; ¡pero después huían perturbados! Es que el abuelo estaba
imparable, era una máquina de decir incoherencias, agresiones y guarangadas; su
risa era cada vez más taladrante.
Pero
yo tenía que estar ahí, a su lado. No podía hacer nada, solo observar y
esperar.
Anocheció
y el viejo ni siquiera se dormía. Entró la enfermera a limpiarle la chata; él
la llamó —una chica joven—. Cuando se acercó, la agarró del brazo, le llevó la
mano por debajo de la colcha y supongo que así la forzó a manosearlo. Ella
enseguida se apartó; él era pura carcajada y besito al aire.
Cuando
estaba solo, cantaba y se movía. De tanto en tanto gritaba “¡angelito
come-arveja!”, pero la verdad que no sé por qué. Tal vez algo presentía, no sé,
seguramente.
Un
día, tres días, un mes, tres meses, seis meses…. ¡Ay, qué suplicio loco! El
viejo seguía igual de grave, sí, en cuidados intensivos. Su salud no mejoraba,
no, ¡pero tampoco se moría!
Lo vi
pasearse desnudo por el cuarto; lo vi garabatear las paredes con su caca
blanda; lo vi besarse con la enfermera. Seguía llamándome “come-arveja”. De vez
en cuando algunos ángeles venían a hacerme compañía y a curiosear el caso de
este hombre. ¡Ni Dios sabía explicarlo!
Mmm….
Y ahí
quedé, en la habitación del hospital. Qué bárbaro, pasaron ya cuarenta años
desde el día en que llegué. Me falló el que dijo “en dos horas lo traés”. Murió
su hijo, murió su nieta, murió aquella afectuosa enfermera. Y el pobre viejo
miserable sigue igual de enfermo, con el cáncer en el mismo estado, con las
mismas pocas probabilidades de vida, con la misma cantidad de pelitos blancos
que el primer día. Y me sigue llamando “come-arveja”, ¡pero nunca me vio! Al
menos nunca se lo dejé.
¡Basta,
hoy tiene que ser el día! Voy a manifestarme y a darle el gran susto. Quiero
que el suplicio termine. ¿Qué clase de hombre es este que desafía así al Cielo,
a Dios y al Infinito? Que se pudra y reviente. ¡Y ahora veremos quién se limpia
mejor el traste! ¡Viejo loco come-sandía, ahí te doy con mi guadaña!
Y aquí es el fin
maravilloso marquitos, simplemente maravilloso!
ResponderEliminarBastante rara la historia. Pero me gustó.
ResponderEliminarDavid
Muy bueno Marquitos, como siempre.
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