miércoles, 6 de octubre de 2010

Documento epistolar


A Jorge Miltitz, estimado amigo y confidente.

Noticias de mi sentencia te habrán llegado; lamento asegurarte que iré a la hoguera. Verás, no he comido desde hace dos días; apenas si me traen un poco de leche rancia por las mañanas y la noche. Esta celda me abruma, y el terror de morir es como un paño atado a la garganta.
Habrás visto ya cómo mi nombre hiede para muchos. Los clérigos de la Inquisición me acusaron de diablo y homicida, la gente del pueblo no me defendió y ni siquiera el fraile Lutero quiere atender mi declaración.
No tengo a nadie en quien confiar; te cuento solo a ti, apreciado amigo, que me has sido siempre más tierno y gentil que cualquier siervo de Cristo. Y aunque dudé de escribir esta carta, porque no quise cargar de angustia tu mesa, más fuertes fueron la desesperación y la necesidad de abrir mi alma a tus consejos dulces. 
La vida de un hombre de ciencia, en estos tiempos revoltosos, no se limita a seguir calladamente cuanto manual escolástico de anatomía y física nos dispensen las universidades. La Iglesia se ha vuelto terca en numerosos aspectos, entenderás, y restringe muchas preciosas y bien sabidas sendas de conocimiento y elevación de espíritu. Sin ir más lejos, tú has sido testigo de la eficacia con que pude sanar la piel de aquella mujer francesa durante la fiesta de San Antonio. Quisiera por tanto informarte que procedimientos curativos semejantes no los aprendí en las escuelas sacerdotales; no, ha sido gracias al estudio de alquimias y grimorios antiguos, incluso por dialogar con otros llamados “diablos” provenientes del Líbano, India y demás espacios.
El Espíritu es como el viento, dijo el Señor, que sopla pero no sabemos de dónde viene ni adónde va. Y así como el doctor Lutero es vilipendiado por Roma debido a sus embestidas teológicas, así también yo, querido Jorge, soy denigrado y condenado a muerte por estos buitres cristianos ignorantes que se creen flechas tensadas por el Altísimo; soy condenado por explorar en lo sublime, en la alquimia, en la magia…. ¿Acaso no tengo derecho como hombre de querer saber qué hay detrás de la cortina? ¿Acaso no puedo buscar mis propias respuestas sobre quién es Dios, quién es Lucifer y quiénes somos los humanos? ¡Maldita hipocresía del mundo! Si he recibido algún don, algún poder, no lo uso sino para bendición del pueblo, para sanar leprosos y demás enfermos. Tú también has conocido que soy hombre manso de buenos valores; y si he matado, no lo sé, nunca he sido yo….
Perdona, hay cosas de las que no he hablado contigo, pero si no te las confiase ahora, lo que se me acusa en calumnia será tomado por verdad para siempre; ¡y eso no lo toleraré!, siquiera desde el polvo.
Amigo Jorge, hay fuerzas que gobiernan este mundo y que imponen su voluntad por encima de nuestros fallos. Así lo expresó bien el Apóstol cuando habló de potestades y principados en las regiones áureas. Y las he conocido…. ¡Te digo entonces “no fui yo quien mató”! ¡Fui un esclavo, un instrumento, usado por estos dioses que penetraron mi hogar y mi alma!
No creas que ignoro a Dios, o que no le temo, es solo que creo y estoy convencido de que Nuestro Señor sabe bien de mí, y Él me eligió para sus planes…. Pero sufro, mi hermano; el peso me es en manera grande. Tendré que armarme de valor y ser fuerte, porque mi Redentor me hará justicia, y me librará del hierro, del fuego y de los falsos ministros de la Iglesia. Y estas sombras que me arañan durante las noches, y estos dioses negros que se burlan de mí, sabrán que Fausto nunca quiso el mal de nadie, que hallará gracia ante la mirada santa de Jesucristo; y si muero, moriré con esperanza.
Ahora termino, fiel amigo; te encarezco solamente que cuides de mis hijos. No permitas que nadie abuse de ellos ni que la imagen que tienen de su padre sea manchada. Y yo te prometo que si tras renunciar a este viejo cuerpo mi destino es la eternidad de los Cielos, rezaré siempre ante el Padre por que se apiade de ti y considere con gran amor lo mucho que me has dado.


Te quiere y agradece,
Siempre tuyo,
Fausto

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