lunes, 11 de octubre de 2010

Curiosidades del amor

Charlábamos tranquilos cuando nos llegó la historia. Se acercó a Marcos para decirle “no pueden ignorar el caso Rostand-Jackson”. Y nada más; la mujer salió enseguida del bar, cabizbaja y a paso rápido.
Nos dirigimos a la oficina del Capitán Holland. Era necesario informarse sobre aquel asunto.
Antes de tocar el portero, un joven sujetó mi muñeca y me advirtió: ¡no sabe nada! ¡El Capitán no sabe nada! Pregunten en Los Maizales.
Allá fuimos. Marcos increpó a uno de los mozos, sobornó a una camarera, pagó una cena. ¡Ah...!, pero fue inútil, nadie quiso ayudarnos. Cuando preguntábamos por Rostand-Jackson todos se burlaban de nosotros.
Una vez en casa, revisé los bolsillos del saco de Marcos y encontré una nota. Se lo hice saber. Quizás la puso la señora del bar, o el muchacho arremetido que me habló en la calle, o alguien en Los Maizales. Es una incógnita.
 Lo importante es su contenido, y eso les transmitiré ahora. Presten suma atención por favor:

“Jean Rostand y Ava Jackson eran dos adolescentes de catorce años cada uno. Jean era presbiteriano y Ava concurría a un templo mormón, aunque tanto ella como sus padres eran católicos ortodoxos.
Se conocieron en la escuela. Los compañeros de clase se mofaban de ambos debido a su conducta exageradamente maravillosa. Jean, por ejemplo, evitaba participar de conversaciones obscenas o de juegos indecorosos. Ava, por ejemplo, evitaba participar de cualquier juego con muchachos, ni siquiera permitía que aquellos la saludaran con un beso. Eran temidos, odiados y admirados.
Llegó el tiempo en que varones y compañeras acordaron lograr que Ava y Jean no solo se amigasen, tampoco siquiera se besasen…. ¡No!, querían empecinadamente que Jean la desgarrara, que Ava lo redimiera, que Jean la resucitara, que Ava lo maquillara, que Jean la apretujara, que Ava lo absorbiera…. ¡La escuela entera los presionó para que vieran el sexo!
Y un día llegó el día. Fue en la mañana del trece de octubre de 1986, a las orillas de un arroyo. Se gustaron sin protección, y no dejaron de gustarse jamás.
Los padres de Jean invitaron a la joven a cenar en casa la noche del veintitrés de diciembre. Después de la comida, los chicos se fueron al cuarto. Habrá sido Dios o el Diablo quien descendió sobre ellos, pero algo terrible, milagroso los arropó. La intensidad del amor con que batallaron aquella noche fue (o habrá sido) exorbitante: quedaron fascinados uno con el otro, no quisieron (no pudieron) distanciarse.
La cama fue su mundo privilegiado; la vestimenta, su mundo olvidado. No se separaban nunca a más de un metro. Si iban al baño, iban juntos. Si comían, también juntos, también desnudos. Si iban a la escuela, abrazados. Pero la desesperación comunal y familiar pesó en contra de aquel idilio adolescente. A fuerza bruta llevaron a Jean a una ciudad y a otra ciudad a la niña.”

No podemos decirles cómo nos enteramos del final de esta historia, es un tema muy privado. Observen bien, los dos acudieron al suicidio: Jean se envenenó y Ava también. Sus almas se cruzaron en la puerta del Abismo. Cada cual avistaba su condena eterna, el Hades no iba a tener piedad de tal mancebía ingenua.
Pero otra vez entrecruzaron sus miembros, ahora en cuerpos espirituales. Habían deseado tanto volver a verse que no podían desperdiciar el momento.
A ellos se acercó Lucifer. Estaba asombrado por tamaña muestra de cariño en su Infierno.
—¡Por Cristo que no los entiendo! —les dijo— ¿Qué es lo que quieren, volver a la Tierra y estar siempre juntos?
—¡Sí! —respondió Jean.
Y así fue que los despidió el Abismo y nacieron de nuevo.
Pero quedó escrito en los libros del destino que sea como sea que se den sus flamantes vidas, a la edad de catorce años se encontrarán, y el turbión de su sexo volverá a transgredir al mundo, a los mortales y a los dioses del Infierno.
Solo el Altísimo sabe los misterios del hombre y la mujer.
Barro y costilla,
pecho y boca.

Gracias,
Lisandro




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