Charlábamos
tranquilos cuando nos llegó la historia. Se acercó a Marcos para decirle “no
pueden ignorar el caso Rostand-Jackson”. Y nada más; la mujer salió enseguida
del bar, cabizbaja y a paso rápido.
Nos
dirigimos a la oficina del Capitán Holland. Era necesario informarse sobre
aquel asunto.
Antes
de tocar el portero, un joven sujetó mi muñeca y me advirtió: ¡no sabe nada!
¡El Capitán no sabe nada! Pregunten en Los Maizales.
Allá
fuimos. Marcos increpó a uno de los mozos, sobornó a una camarera, pagó una
cena. ¡Ah...!, pero fue inútil, nadie quiso ayudarnos. Cuando preguntábamos por
Rostand-Jackson todos se burlaban de nosotros.
Una
vez en casa, revisé los bolsillos del saco de Marcos y encontré una nota. Se lo
hice saber. Quizás la puso la señora del bar, o el muchacho arremetido que me
habló en la calle, o alguien en Los Maizales. Es una incógnita.
Lo
importante es su contenido, y eso les transmitiré ahora. Presten suma atención
por favor:
“Jean
Rostand y Ava Jackson eran dos adolescentes de catorce años cada uno. Jean era
presbiteriano y Ava concurría a un templo mormón, aunque tanto ella como sus
padres eran católicos ortodoxos.
Se
conocieron en la escuela. Los compañeros de clase se mofaban de ambos debido a
su conducta exageradamente maravillosa. Jean, por ejemplo, evitaba participar
de conversaciones obscenas o de juegos indecorosos. Ava, por ejemplo, evitaba
participar de cualquier juego con muchachos, ni siquiera permitía que aquellos
la saludaran con un beso. Eran temidos, odiados y admirados.
Llegó
el tiempo en que varones y compañeras acordaron lograr que Ava y Jean no solo
se amigasen, tampoco siquiera se besasen…. ¡No!, querían empecinadamente que
Jean la desgarrara, que Ava lo redimiera, que Jean la resucitara, que Ava lo
maquillara, que Jean la apretujara, que Ava lo absorbiera…. ¡La escuela entera
los presionó para que vieran el sexo!
Y un
día llegó el día. Fue en la mañana del trece de octubre de 1986, a las orillas
de un arroyo. Se gustaron sin protección, y no dejaron de gustarse jamás.
Los
padres de Jean invitaron a la joven a cenar en casa la noche del veintitrés de
diciembre. Después de la comida, los chicos se fueron al cuarto. Habrá sido
Dios o el Diablo quien descendió sobre ellos, pero algo terrible, milagroso los
arropó. La intensidad del amor con que batallaron aquella noche fue (o habrá
sido) exorbitante: quedaron fascinados uno con el otro, no quisieron (no pudieron)
distanciarse.
La
cama fue su mundo privilegiado; la vestimenta, su mundo olvidado. No se
separaban nunca a más de un metro. Si iban al baño, iban juntos. Si comían,
también juntos, también desnudos. Si iban a la escuela, abrazados. Pero la
desesperación comunal y familiar pesó en contra de aquel idilio adolescente. A
fuerza bruta llevaron a Jean a una ciudad y a otra ciudad a la niña.”
No
podemos decirles cómo nos enteramos del final de esta historia, es un tema muy
privado. Observen bien, los dos acudieron al suicidio: Jean se envenenó y Ava
también. Sus almas se cruzaron en la puerta del Abismo. Cada cual avistaba su
condena eterna, el Hades no iba a tener piedad de tal mancebía ingenua.
Pero
otra vez entrecruzaron sus miembros, ahora en cuerpos espirituales. Habían
deseado tanto volver a verse que no podían desperdiciar el momento.
A
ellos se acercó Lucifer. Estaba asombrado por tamaña muestra de cariño en su
Infierno.
—¡Por Cristo que
no los entiendo! —les dijo— ¿Qué es lo que quieren, volver a la Tierra y estar
siempre juntos?
—¡Sí! —respondió
Jean.
Y así
fue que los despidió el Abismo y nacieron de nuevo.
Pero
quedó escrito en los libros del destino que sea como sea que se den sus
flamantes vidas, a la edad de catorce años se encontrarán, y el turbión de su
sexo volverá a transgredir al mundo, a los mortales y a los dioses del
Infierno.
Solo
el Altísimo sabe los misterios del hombre y la mujer.
Barro
y costilla,
pecho
y boca.
Gracias,
Lisandro
bellìsimo
ResponderEliminarMuy lindo
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