San Cayetano, 23 de diciembre de 2009
A Ramiro Gómez:
Pasan
cosas intrigantes en Buenos Aires, sépalo bien. Hay muchas muertes, y citas
extrañas. Los jóvenes de por acá son salvajes como las leonas, como osas, como
tigres, como osos salvajes. Si usted creía haber oído todo sobre el amor,
bueno.
Le
voy a contar la historia del asesinato de dos adolescentes: Michelle, de
diecisiete años, y Agustín, de quince. Ellos eran novios ―querían serlo, no lo
eran―. Fueron asesinados después de su primera cita ―un día después―. El bar
donde se encontraron se llamaba Gustavo ―a las seis de la tarde, a esa hora se
encontraron―.
—Me gustás mucho
—le dijo.
—¿Querés que
pidamos algo? —contestó en pregunta Agustín.
Le
aclaro: estas muertes horrorosas sucedieron acá, en San Cayetano, a quinientos
kilómetros de Capital. En lugares como este la gente no vive la privacidad como
usted, yo o Marcos la vivimos. No, acá todos se conocen, son sabidas incluso
las debilidades y las partes feas de cada uno; especialmente de los
adolescentes. ¡Ay, Dios!
—Yo quiero saber
si vos me amás, si te jugarías por mí.
—¡Una y mil veces!
—contestó Michelle.
—Mis padres no te
quieren.
—¡Estoy dispuesta
a todo por vos!, también al rechazo de tus padres.
Un
día después de esta cita, el sargento encontró el cuerpo de Agustín flotando en
el lago. Y el hijo del sargento (habían ido a pescar) encontró a Michelle
muerta, despedazada, en la ribera. Todos sospecharon de Agustín como atacante y
suicida. Porque él era humilde y ella rica, él era inquieto y ella no.
—Tengo que decirte
algo: no soy virgen.
—¿Cómo que no?
—preguntó ella espantada— ¿Y cuándo pasó?
—Viene pasando de
hace mucho —comienza Agustín a llorar—. Es mi prima Flavia, ella me toca y me
busca, desde hace tiempo, unos siete años.
—¿Y hablaste con
tus padres sobre eso?
—Tengo miedo,
Michelle, ella está loca, puede hasta matarme si la denuncio.
Es interesante
que nadie incriminara a la tal Flavia. ¡Solo yo la incriminé! Pero en mis
pensamientos, debido a las confesiones de Agustín. ¿No podría haberse enterado
sobre esa conversación en Gustavo? ¿No podría haber matado a Michelle y luego
al chico, cuando este tratara de cuidar a su novia? ¡Es muy lógico lo que digo!
Podría
haber sido así: quizás él dijo a ella “mañana, por la mañana, estaré,
desnudito, en el lago, bañándome”. “¿Querés que vaya?”, quizás preguntó ella.
“Como vos querás”, le habría respondido. Entonces fue, supongo, Michelle.
¡Pero
justo llegó la prima! Y la prima estaba por ir al primo, que lo vio sin nada,
en el agua, cuando advirtió que la otra también estaba. “La voy a matar”, habrá
pensado. Entonces pudo haber sacado un cuchillo grande y con eso habría
descuartizado a la chica. Pero claro, mientras ella estaba poseída por el
diablo en ese frenesí de lastimar, el chico Agustín fue a sujetarle el brazo,
supongo, y ella lo destruyó. Lo destruyó y corrió, corrió, corrió, corrió.
Ahora
bien, esta es mi pregunta, y se la hago a usted: ¿por qué no la acusaron? Si
tanto se conocen en este pueblo, ¿por qué entonces no la acusaron? ¿Dónde está
la justicia?
El
problema acá es el sargento, es débil de emociones. Su hijo (¡hijito!) le
insistió en no pesquisar. “No busques más”, le habrá dicho, “dejalo así: él la
atacó”. No entiendo, no entiendo, no sé por qué pudo actuar así. Y si actuó
así, no sé por qué.
No
sé, la cuestión es que por uno u otros motivos se cubren. Flavia es el fuego
del mal, ella siempre castiga. Pero nadie en este pueblo dice nada…. Le pido
ayuda, Ramiro Gómez, ore a Dios por mí. Tengo miedo, y nadie me escucha.
Escribo en nombre de Marcos Porrini,
soy Lisandro,
y con esto siempre quiero aportarle ideas
para sus sermones,
porque lo aprecio mucho.
Adiós, Ramiro Gómez,
que pase una muy Feliz Navidad.
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