Era este
que yo vi un pueblo seco como harina vieja. Los chiquillos si jugaban no reían,
y no contendían por nada. Yo miraba a sus mujeres y pues parecían lechuzas,
y qué más detestable que una lechuza. Me hablaban de su fiesta de
carnaval, pero hombre qué pamplinas podría ser esa fiesta, a lo sumo alzarían
su voz más de la cuenta.
Bien,
en fin, había llegado yo un día antes de la elección de reina. Este pueblo
era bien pequeño, sabrás, ¡pero joder que había treinta y seis muchachas
postulantes! Mi amigo Luis era jurado, y él entonces me dejó presenciar la
selección. Por mi madre te aseguro que esas muchachas no eran lechuzas ni
qué menos, aunque bueno, tampoco las vi muy exultantes. Se eligió a una tal
Amelia, de veinte años, era una niña de nariz y boca deliciosas, de cabello
oscuro, ojos rasgados y unas manitas de lo más sutiles y
apetecibles. Conversé un tanto con ella y hasta pensé en raptarla y
traerla a España, ¡pero sálveme Cristo!
Luego
de unos días inició aquel carnaval. Te diré cómo fue la ceremonia ―porque me
parecía más eso que una fiesta―. Lo que hubo primero fue una procesión, venían
chiquillos tocando tamboriles y entonaban repetidamente esta frase, cantaban:
“ay, la muerte da la vida; ay, la muerte da la vida”, y eso repetían. Qué
decirte, a partir de allí sentí que estaba en algo extraño.
Seguido
a esos chiquillos pasó un conjunto de payasos. Desde unos altavoces se oía
música circense, y estos payasos llevaban puercos con correa; hacían que los
puercos se acercaran a la gente y todos reían, y había un payaso con un balde
lleno de fango y lanzaba ese fango a las ropas o los rostros del pueblo. Nunca
había visto algo semejante. Me parecía además curioso que sus chiquillos
no dejaran de tocar los tamboriles y entonar ese verso de la muerte.
Mira
si en sorpresas vendría el asunto: luego de aquello desfiló una gran carroza, y
decorada de tal forma, y armada de tal forma que pues no parecía más que un
enorme culo abierto. ¡Es que eso era! Y por encima de esas nalgas veías de pie
y saludando tanto a la escogida reina como al intendente y su mujer. Una escena
de lo más despreciable.
Y
para esa altura, entenderás, me había ya colmado de espanto, y habrá sido por
eso que caí desmayado al ver a esos tres ilustres personajes orinar y sembrar
su orina sobre las cabezas sedientas de su pueblo del demonio.
Oh,
mi Dios, cuánta ironía… Hasta aquí nomás quiero y puedo contarte sobre
aquel carnaval. Pero déjame enseñarte lo que aprendí, porque verás que hay
algo profundo en todo esto:
Te
dije que en un principio, cuando llegué al pueblo, la gente me parecía de lo
más desabrida y sus mujeres unas lechuzas. Bueno, algo cambió, pasada la
fiesta ellos fueron otra cosa, no sé explicarte, de una actitud hermosa, una
cosa angelical: sonreían, discutían, las mujeres brillaban…. Y entonces aprendí
el sentido de su canción, cuando sus niños decían ‘ay, la muerte da la vida, la
muerte da la vida’….
Joder,
Francisco, y eso nomás te digo.
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