Quiero
hablarte sobre Anabella, la única mujer que me amó; porque aunque yo he querido
a cientas, solamente ella me quiso.
Me
buscó, me forzó a tenerla, y luego me dejó, me dejó antes de primavera. Y ella
era todo lo que yo odiaba: ella reía, cuidaba de las plantas, honraba a sus
padres y gastaba dinero sin remordimiento. Dije que era todo lo que yo odiaba,
y eso le atrajo de mí.
Yo
decía “no existe el presente, todo es pasado; uno vive en un constante pasado y
no hace más que cargar y sufrir sumatorias de eventos y tragedias que lo han
nutrido desde el vientre o la cuna”. Yo era un joven maduro, absolutamente
maduro, y con el alma ajada; odiaba el forzar la alegría y a veces hasta me
airaba contra la alegría. Sentía que el mundo era infantil y ciego; cuando veía
a la gente festejar, me angustiaba por su tamaña ceguera, por que no discernieran
lo sombrío de la vida.
Era
pobre y amaba serlo, consideraba esa la condición más auténtica del hombre; la
riqueza era para mí un engaño, una trampa de Dios para que lo creyésemos bueno
y dadivoso. Quiero que así imagines a Anabella: ella era rica, amaba al
Creador, hacía fiestas y hablaba como quien no contempla lo real.
Se me
acercó a fines de junio, yo estaba en la biblioteca.
—¿Vos siempre
estás triste? —me preguntó, y puso la mano sobre mi hombro— Sos un misterio.
Yo me
quedé mirándola en silencio.
—¿Viniste a
molestarme? —le dije un tanto irritado. Ella sonrió y exclamó: “¡ay, Lu, dejate
llevar!”; luego besó mi frente y se fue.
Ese
primer encuentro hizo que la despreciara más aún; lo que antes sospechaba de
ella, observándola de lejos, ahora había podido comprobarlo. ¡Y estaba
horrorizado!
Me
persiguió durante el resto de la semana: me daba regalos, me contaba bromas, me
hacía caricias…. No logró con eso mi amor pero sí mi deseo. “Podré tener sexo”,
pensé yo. Y así fue; y luego de estar con ella empecé a cambiar. Me enamoré y
sonreía, y quería parte de su dinero para comprarme cosas aunque triviales.
Pero
en fin, llegó septiembre, y nuestra relación y mi alma estaban en su clímax, me
había vuelto terriblemente dicharachero. Y el día diecinueve ella me dijo “es
suficiente, Lu, hasta acá fue mi tarea”; luego se despidió y nunca más me
dirigió la palabra.
Yo
estaba demasiado alegre por ese entonces como para que su abandono me
angustiara; ¡y mi vida desde Anabella ha sido reluciente!, y Dios ahora es mi
más leal compañero. No pude encontrar una mujer que me ame como lo hizo ella,
pero sin embargo disfruto mucho de mis padres, de Dios, de riquezas y de todas
las fiestas.
Te mando un gran
abrazo, campeón,
Luciano
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