miércoles, 13 de abril de 2011

¡Atar-ed-aracsam-ne-oyáboc!



Y Amira y Ana chupaban con pajita el líquido del vaso, se encontraban en un lado, vestían ellas la ropa negra, como los pesados, se reían cuando hablaban no de chistes sino de las malas cosas, hacían malas cosas a gente adolescente como ellas, o a gente mayorcita u otros, los burlaban, o dañaban o estropeaban sus propiedades. Ellas se gozaban en todo eso y no respetaban ni ley ni dios ni la patria; en furia vivían y anotaban su furia en cuadernitos, cuadernitos que compraban para eso, para escribirles bronca.
Mientras hablaban y chupaban entró un hombre al lugar, un señor robusto, ojeroso, casi anciano y vestido en tono oscuro como los pesados visten; se paró frente a ellas dos y les dijo:
—Ustedes son poderosas almas —sonreía incesante y las miraba fijo. Luego de oírlo ellas callaron. Lo observaban. Él las perplejaba, no lo conocían—. ¡Ustedes son para gloria y acero, fuerza de los cielos! Vengo a ofrecerles la energía.
—Señor, esa energía queremos —contestó Amira con voz inerme.
—Sí —afirmó Ana.
Este señor les dio una tarjeta blanca; la tarjeta tenía escrito en el centro, en un blanco un tanto más oscuro, “Fiesta ardiente privada”, y abajo, en el mismo blanco oscuro, “La chata inmóvil, Núñez”.
—Esto se hará el martes, a partir de la una de la madrugada; acá recibirán la luz de fuego, las garras y la destrucción regeneradora. Si se atreven a asistir, si son las escogidas, vengan, y vengan solas.
El hombre besó sus frentes y se marchó. Ellas acabaron pronto el líquido y también se fueron.
Ana y Amira estaban excitadas, felices de haber sido invitadas. Era lo que deseaban, un lugar así, una experiencia así, eso deseaban y tal como querían llegó. El martes fueron.
La entrada a ‘La chata inmóvil’ era muy austera: una puerta de madera vieja con un sutil detalle de arte: el tallado de una rata cabeza abajo y su cola entrenzada. Ese símbolo era único de ‘La chata...’.
En fin, golpearon esa puerta y las atendió el hombre ojeroso. “Hola, mujeres”, les dijo, y les besó la frente. Pasaron a un salón amplio. De solo rojo, negro y rosa estaba pintado y decorado el salón; había un fogón en el medio, y una docena de personas estaba sentada formando ronda alrededor del fuego.
—Vayan, guerreras, súmense al círculo de almas —les ordenó tiernamente el hombre ojeroso.
—¿Es esto la fiesta? —preguntó Ana.
—Increíble —agregó Amira con voz inerme.
Una vez que se sentaron junto al resto, el hombre les dio máscaras, porque todos los demás tenían máscaras. Las máscaras eran de animales: jabalíes, buitres, peces y ratas.
—Tómense todos de las manos y pónganse de pie —exclamó severamente el hombre ojeroso, quien estaba fuera de la ronda, quien luego se paró sobre el fuego—. Repitan este cántico conmigo: Arup etnem renet, arup etnem renet, arup etnem renet —eso repetían en el cántico. Luego sumó otro verso que decía “Zílef res, zílef res, ríviv soid rop, soid rop, soid”.
Las chicas cantaban y disfrutaban el momento. Sin muchas más variantes transcurrieron las tres horas de la fiesta. Volvieron satisfechas al hogar.

Después de una semana, chupaban.
Una tarde, días después de la fiesta, el hombre las visitó de nuevo. Ellas estaban en un lado, hablando y chupando un líquido del vaso. Las miró, sonrió y les dijo: “esta vez será más oscuro”.
—Señor, no queremos esa oscuridad —sostuvo Amira con vehemencia.
—¡No la queremos! —ratificó Ana. El hombre no respondía, pero tampoco sonreía.
—Ahora estamos en otro camino —agregó Amira—, queremos tener la mente pura, la mente pura; y queremos ser felices, y vivir por el Señor Dios. Igual gracias.
—Entonces me voy, ¡agídneb sal soid! —respondió el hombre, sonrió fuerte y desapareció.

Las chicas remendaron sus viejas faltas y empezaron a vestirse distinto a los pesados. No se burlaron más de nadie ni dañaron nada; y más aún, cuando un dinero les sobraba, daban a un pobre y lo besaban. Ese fue el cambio en ellas.


  

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