lunes, 30 de enero de 2012

Despojo




cuándo
R.G.:


¿Cómo anda, pastor?   
¿Eh?
¡Hola!


Bueno,

quería contarle sobre una peli que vi.
Usted no sabe lo que fue, me dejó embelesado [¡quedé embelesado!].
Se llama ‘Ljuset’, creo que es extranjera, no estoy seguro, pasa que en ningún momento los actores hablan.











Fue muy curioso cómo la descubrí, porque le juro que si no es por mi cuñado yo nunca miro películas. Fue muy curioso, estaba sentado en el piso armando un rompecabezas y de pronto sentí que algo me rodaba por la pierna.
¿Qué era?

Un disco,
sin cajita, sí, y tenía escrito LJUSET con marcador azul.
El problema con los discos es que enseguida se rompen o se rayan, por eso uno debe usarlos rápido, no son como el caset que es robusto. Bien. -mmm….
Cuestión que quise ir volando a la computadora y ponerlo, pero no, me contuve, debía acabar el rompecabezas, porque sucede que siempre que quiero hacer un rompecabezas no sé,
por cualquier cosa me distraigo.

/dejé el disco por ahí/



¡Pude terminar el rompecabezas! Ahora lo tengo enmarcado y colgado en el comedor de diarios. Es muy lindo, no sé, es de un bebé chino, gordito, subido a un poni blanco. En fin,
resulta que lo terminé y fui a la cocina
a hacerme té.

   
Mientras prendía la hornalla, ¿sabe?,   
escuché una música, venía de la sala. ¡Me asusté!,

creí que era un fantasma. Fui a fijarme y no, no era un fantasma, era el televisor, algo había empezado a reproducirse en el DVD y entonces largaba música. -grrrr… ….
Vi que aparecía un fondo negro y luego en grande, en letra blanca, LJUSET. Claro, ahí entendí, el disco que rodó por mi pierna había empezado a correr; sentí que era el momento de parar la hornalla y sentarme

/a disfrutar de lo que eso fuera/
   






Le cuento la peli:

Todo ocurre en un mismo lugar, en una habitación grande, como un despacho. Hay cuatro personas: un hombre, una señora, un chico, otro chico. El hombre, que parece de unos cincuenta años está parado en el centro de la imagen, es el más próximo. Detrás están los demás: la señora (yo supuse que era su esposa, o al menos la pareja, o la madre de los chicos, los cuales supuse que eran hijos de ambos) está frente a un espejo de pared calzándose muchos vestidos. Uno de los chicos, el más jovencito, está sentado en el piso armando un rompecabezas (tararea un villancico mientras lo arma), y el otro chico, adolescente maduro ya, está escribiendo o dibujando (creo que escribiendo, por como mueve la birome). Los objetos que pueden verse en la habitación son un reloj de mesa (hermoso, parece de oro puro), un enorme trofeo de ajedrez, algunos diplomas o no sé (algo enmarcado y colgado en la pared), un cuadro del Sagrado Corazón y una caja fuerte. El hombre, que está de pie en el medio, tiene una piedra preciosa de como veinte centímetros en las manos. La piedra es una gema, al menos parece una gema (azul), y el señor está mirándola, muy concentrado, con cara seria (mmm…). Cada cual hace lo suyo en esa casa, nunca hablan. El hombre está compenetrado en la gema, como si estuviera buscándole algo. Así, en ese clima sospechoso empiezan a oírse unos murmullos, como de varios discutiendo, pero largan solo ruidos, lo siento así, no son palabras. De pronto se ve que entran a escena unos sujetos de negro, pero más que hombres son como entes (¡pavor!), enojados, son malos, están inquietos, no les gusta que el señor ame tanto esa gema. Miran el despacho y a la familia, planean algo feo, merodean. La mujer y los chicos notan su presencia pero no se molestan, cada cual sigue con lo suyo. Tres, son tres los cosos de negro. Uno agarra el trofeo de ajedrez, otro el reloj, y el otro se queda mirando al señor, esperan de él una respuesta, quieren provocarlo. ¡No pueden!, el hombre sigue compenetrado en lo que sea que encuentre en la gema. Entonces los entes hacen ¡zaz!, el uno se devora el trofeo, el otro el reloj y el otro hizo un ruido en su festejo. Nada, nada. Nadie hace nada. Los entes se indignan y desaparecen. La familia sigue igual, nada, ahora sin reloj de oro y trofeo. La gema del hombre empieza a cambiar de color, de azul va mutando a violeta, cosa muy linda. La expresión del hombre se vuelve más alegre, está emocionado, no trastocado, es un deleite apacible. Sonríe. Empiezan a oírse respiraciones, son jadeos cada vez más intensos. ¡Ahí están! Los cosos negros han regresado. Se mueven de un lado a otro, rezongan, muestran furia por ver al hombre tan no sé, embelesado con la piedra. Ahora los tres juntos se abalanzan sobre la pared y devoran los supuestos diplomas y el Sagrado Corazón de Jesucristo. Mastican de forma exagerada, quieren llamar la atención de la familia, en especial del hombre, porque lo miran a él. Desaparecen. Ahora el despacho está sin reloj, trofeo, diplomas, Cristo. Lamentable. Pero ellos parecen no inquietarse. ¡La gema empieza a cambiar de color! De un violeta claro va pasando a un ocre y amarrillo. El hombre está fascinado, tiene la expresión radiante como si viera el infinito. Ruidos y ruidos y ruidos. Ahí están otra vez esos de negro, se los ve más robustos, rodean al hombre y se quedan un tiempo mirándolo fijo al rostro. Pero no, él sigue fiel con lo suyo. Uno de los cosos suelta un gemido y voltea hacia la caja fuerte. La abre. En el momento en que se abre la caja, tanto la señora como los chicos se avispan. Dejan de hacer lo que hacían. Cara de espanto, pero no intervienen, solo miran. El ente ingresa a la caja fuerte y saca oro y joyas y billetes, y se los da a sus compañeros. Estos rodean al hombre y le muestran el tesoro. Él los ignora. Los entes, rabiosos, devoran toda esa riqueza. La mujer abre la boca, parece que va a gritar pero no, se queda así, con la boca abierta, en silencio, aterrada. Pero sí gritan los cosos, gritan de tanto disgusto. Entonces hacen algo terrible: agarran a la mujer y los chicos, los levantan, los exhiben ante el señor pero este nada, los cosos enloquecen, no soportan. Hacen lo más terrible: ¡mastican y devoran a esos tres de la familia! Oh, imperdonable. La gema sigue cambiando de color, ahora se la ve roja, un rojo lujurioso, inabarcable, radiante. Los entes jadean, gimen, gritan, revolotean, no saben qué más destruir. Entonces dan un zarpazo y desnudan al señor. De otro zarpazo rompen sus orejas. De otro quitan su nariz. ¡De otro parten su nalga! Oh, pero ya basta, se los ve angustiados, inermes. Su potencia de mil tigres ha flaqueado, no pueden seguir destruyendo, los abruma el desconsuelo. El hombre ha ignorado todas las heridas, sigue con su mente y su mirada fijas en la gema, la cual muta y muta sus colores, y parece revelar figuras misteriosas. De a poco estas criaturas se desvanecen, sus gemidos ahora son sollozos y ahora nada, se han ido, se perdieron. Silencio. (mmm….) El hombre está desnudo y herido pero no sangra, y no llora. Está gozoso, embelesado, abstraído en su gozo por la gema. Y ahí, en esa conciencia de enigma se oye un ¡Fliuuuuuuuuuuuuuuuuushhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
La gema lo ha transportado.

   

Queda la gema en el piso.
No hay más hombre.


Y ahora se ve qué hay dentro de esa gema. Muchos colores,
y un palacio,




y el Paraíso.
El señor goza y danza en el palacio del Paraíso,


con su familia,




y con música de arpas termina.





Suyo,
L.









jueves, 26 de enero de 2012

Supongo que era un embargo


25 de agosto
Estimado y admirado Sr. Rvdo. Ramiro Gómez:

   
Sucedió que conocí a un hombre el pasado lunes que tenía barba candado, pulóver gris y panza. Yo estaba donde siempre, en lo de Alberto, jugando a las cacerolas y ganando poco. Se acercó, se lo veía triste, o preocupado, y nos dijo “¿y esto qué es?”. Le explicamos el juego (este hombre tenía el pelo medio largo, casi por los hombros, y estaba seco, pajoso, como sucio el pelo). Usted sabe que en lo de Alberto la cosa no es ligera, se apuesta mucho, usted lo sabe. El hombre se integró a la ronda y aclaró a todos con voz potente y temible: “miren, yo voy a elegir nueve, luego cuatro, luego seis y de vuelta cuatro. ¡Y entonces solo cuatro veces participo! ¿Está claro, sí?”
Boquiabiertos. Nos quedamos mirándolo muy intrigados. Usted sabe, Reverendo, que no es lo común que alguien advierta cuántas veces jugará, y menos qué número escogerá cada vez. El hombre nos era un enigma y aterraba. No a mí, a los otros, a mí no me aterraba. Sucedió que Alberto volcó las cacerolas, arremetió el pato, tiró el dado y escupió como es costumbre, usted lo sabe, soltó los patos y reveló las cacerolas, y sucedió que el número dado fue nueve, el del señor, ¡ganó cien corolarios!
 Todos, ahí, impresionados le decíamos cosas lindas, halagos, como merece quien acierta en las cacerolas. Pero verá usted que este señor no se alegraba. No, al contrario, se lo notaba más tenso, fruncía la nariz y raspaba su palma con la uña de un dedo de la otra mano (cosa que nunca vi antes). Yo había escogido cuatro y perdí treinta corolarios.
Alberto volvió a lanzar las cacerolas, e hizo el giro con su diente como acostumbra, usted conoce. Hizo todo lo que debe hacer y resultó, como para susto de pez, ¡el número cuatro! Halagos, abrazos, toda clase de hermosuras para el hombre extraño, que aterraba, ahora tenía en su haber ¡seiscientos corolarios! Dios nos libre de tanta riqueza. Pero el hombre no se alegraba, era la envidia del mundo y no se alegraba. El hombre se daba golpecitos en la pierna, a puño cerrado, y abría y cerraba la boca muchas veces, y siempre en forma voluptuosa (tal vez hablaba cosas que no oí). Usted ignora, mi Reverendo, pero le informo, que nadie puede elegir el mismo número que otro jugador. Este señor, al haber seleccionado sus partidas antes de empezar, nos prohibió esos números en cada lanzada.
Otra gente en lo de Alberto, multitud para la posada, nos rodeaba, porque era grande la expectativa por ver quizás al primer hombre en ganar tres vuelcos de corrido. Alberto estaba serio, y nosotros más, pero también admirábamos la tanta suerte del misterioso. Alberto soltó las cacerolas, dio finuras al pato, envileció la baba, tiró el dado e hizo lo del diente, lo cual dio de resultado, y el mundo en la posada chifló  (Dios nos libre del diablo), ¡seis!, sí, ¡seis!, como leyó, sí, ¡seis!, el número del hombre.
Y no se alegraba.
Entendí que debía dejar de jugar, porque mi pobreza ya era intensa, pero me quedé para observar al misterioso, porque se inclinaba por un cuarto juego. Tenía ganados ya dos mil setecientos corolarios. Cristo, tiemblo al decirlo. El hombre en vez de celebrar, al ver que salía el número seis, tomó un vidrio de la mesera y rajó parte de su mano, y gritó “¡mundo asqueroso!”, y abría y cerraba un ojo. Pero mientras, la multitud chiflaba, cantaba y bebía.
Era un momento histórico para Alberto y su posada, el juego de las cacerolas nunca había sido tan comprendido, y encima este señor era un novato, pero el diablo, digo yo, lo auxiliaba. Si ganaba una cuarta vez, lo cual todos ya temíamos, Alberto iba a hacer, como promesa, diez tortas de lechona para cortar y compartir el próximo lunes con quien viniera. Eso me alegraba. Usted no sabe, Reverendo, pero le comento, que la torta de lechona es tierna y dulce, y Alberto le pone  marinas, lo cual le da ese aspecto suave que vemos en las nubes.
Comenzó la cuarta lanzada. Todo se hacía en cámara lenta, para aumentar la ansiedad de quien mirara. Así, lenta y místicamente el señor Alberto hizo lo del pato, embistió las cacerolas, escupió, tiró el dado, el dado giró miles de veces, saltó, y al caer cayó en seco, y salió ese número, ya, qué más, el hombre sería un hechicero o un sapo, tenía mucha suerte, más que yo, salió su número, el cuatro. ¡Locura, sí!
¡Cristo, diez mil corolarios en total! Y al parecer el hombre se retiraba, porque había prometido jugar solo cuatro partidas. La multitud lo acariciaba, le chiflaba, le hacía toda clase de hermosuras pero el hombre estaba rojo, tensísimo, y opaco en la mirada. Empujó a los de la multitud que lo abrazaban y exclamó “¡ah, qué saben ustedes del mundo y de la vida!” Luego de ese grito infernal repiqueteó hasta una de las paredes y se lanzó como en un clavado e impactó su cabeza contra esa pared y bue, mmm, triste, se mató.
Se mató. Oh, Dios, dígame usted, Reverendo, cómo hacer para entender esta cosa. Me derrito….

Adiós,
Lisandro


28 de agosto
Lisandro:

Qué interesante experiencia. Indudablemente fue un suicidio deliberado. Envié a dos de mis mejores diáconos para que investigaran a fondo el asunto.
No lo hicieron. Investigaron pero apenas. No importa, esto es lo que sabemos, Lisandro, espero te ayude:
El hombre se llamaba Ramiro Luz, cuarenta y dos años, estaba en pareja con Liliana Amiga y tenían un hijo de cuatro, Juanito. Al día siguiente del juego y suicidio en la posada, este señor, Ramiro, iba a conocer el veredicto del juez del tribunal número doce, sabría si el juicio lo favorecía o no. Acá está el problema, si mis diáconos hubieran investigado a fondo como les pedí, podría informarte sobre la naturaleza del juicio que lo inquietaba. Esto es lo único que sabemos, que Ramiro, en caso de que el veredicto fuera negativo, en ese caso, Ramiro hubiera perdido (leé bien esto) ¡nueve mil cuatrocientos sesenta y cuatro corolarios! Sí, Lisandro, nueve, cuatro, seis y cuatro, los números jugados. Bueno, ahí está, quedate con eso.
Saludos a Francisco,
Ramiro Gómez.

PD: entendé, Lisandro, que la superstición es pecado, es el diablo que entra en el alma.

domingo, 15 de enero de 2012

El Diario de Muni



   
Lo último que llegó a decir mi papá fue esto: escuchame, Muni, yo sé que no es fácil para vos entender el porqué de esta misión que estoy dándote; yo tengo los mismos temores que vos; ni te imaginás lo que me costó convencerla a tu madre. Pero no nos queda otra, tenemos que aprender de los tercerplanetistas todo lo que podamos; va a estar jugándose el futuro de nuestra civilización. Llevate con vos este aparatito, te va a servir para que puedas ir viajando tranquilamente por los lugares y las épocas que quieras; yo que vos seguiría un orden cronológico. Ahora te voy a estar mandando a un momento bastante antiguo de los tercerplanetistas, en la zona que está más a la izquierda. Tenés que ir anotando en tu cuadernito todo lo que veas importante, ¿sí?; no te olvides. Confío en vos, sé que lo vas a hacer mucho mejor de lo que esperamos. Mi consejo, Muni, y con esto me despido, es sencillamente que lo disfrutes; que esos llamados “humanos” no te contagien de llantitos y mariconeadas; vos pasala bomba, comportate como lo que sos, un grande.

Día uno:

Papi, tengo tanta emoción que ni cansado estoy después de haber caminado tanto como lo hice hoy. Me dejaste en un lugar re lindo, acá también hay plantas y animales. Todavía no me encontré con ninguno de los humanos (y eso que recorrí como veinte kilómetros). Ahora te puedo responder esa duda que vos tenías sobre si los de acá pueden ver nuestro planeta a simple vista: no, no se puede; lo único que llegué a ver es el Sol, algunas estrellas y, bueno, el satélite este que tienen ellos, el grisecito con agujeros. Sigo sin agarrarle la mano al aparatito que me diste para irme al lugar que tuviera ganas, espero que funcione.

Día dos:

¡Hoy vi humanos! Me acerqué a uno y le pregunté el nombre, salió corriendo y no me contestó. Después de un rato se acercó ese mismo con otros cinco [te cuento más o menos cómo son: tienen todo un pelaje negro largo que les nace en la parte de arriba de la cabeza y les queda colgando, tienen la piel medio amarillenta, dos ojos un tanto ovalados, una nariz chata y una boquita simpática. Usan unos trapos largos para que uno no pueda ver cómo es el resto de sus cuerpos]. En fin, todos esos humanos se me quedaban viendo desde una cierta distancia, cuchicheaban algo entre ellos, me señalaban y se reían (eso me hizo calentar un poquito). Como no soy muy paciente a esas cosas, los entré a correr. Salieron todos rajando, yo iba siguiéndolos de atrás. Me hicieron llegar a una especie de poblado, había casitas hechas creo que con caña o con alguna maderita finita, había unos cincuenta humanos (tanto varones como chicas). Los distraje a todos, dejaron de laburar para venir a verme, me relojeaban de arriba abajo. Se me acercó un chabón que era así como el líder, se me paró enfrente y empezó a hablarme. Le pude agarrar más o menos la onda al idioma y le contesté.
Haciéndotela corta, nos hicimos re amigos, a la noche nos mandamos una alta fiesta en el pueblito. Los hombres son muy generosos y de buen humor, las mujeres son amables y cariñosas.
El aparatito que me diste sigue sin andar. Igual, por el momento la estoy pasando muy pero muy bien.
        
Día tres:

No me vas a creer lo que pasó hoy. Llegó un grupo de tipos re sacados; venían con unos palos como de un metro, saltaban a lo loco y pegaban unos gritos que parecían de perro en celo. Empezaron a golpear a los hombres de mi pueblito, al líder amigo mío lo dejaron hecho bolsa; a varias de las chicas no solo les pegaban sino que también les rompían los trapos, les pasaban la lengua por toda la parte del pecho y presionaban su cuerpo contra el de ellos mientras temblaban (las chicas se ponían a llorar). Cuando me vieron a mí se espantaron, seguro que nunca en sus vidas habían visto algo igual; me encerraron en una casillita tipo jaula para que no escapara. En seguida agarré el aparatito y entré a tocarle todos los botones a ver si pasaba algo. Cuando menos me di cuenta ya estaba en otro lugar, nada que ver con el que estaba antes. Se ve que al fin anduvo.
Esta zona es medio extraña, hay arena por todos lados y hace un calor de enfermarse. Vi pasar a unos tipos subidos a camellos, tenían un trapo también para cubrirse el pelo; no llegué a hablarles. Ahora estoy caminando para el lado que iban ellos a ver si encuentro algún otro pueblo.
La comida que me dejaste ya se está acabando, ojalá pesque algo por ahí.


Día cuatro:
Llegué a un pueblo re grande. Había una entrada especial y después toda una muralla alrededor. La gente acá tiene trapos de un montón de colores distintos y en los pies usan unas cosas de cuero que son, me parece, para no ensuciarse con la tierra o para no lastimarse. Debe de haber miles de personas, es un descontrol total. Hay casas hechas con barro, otras con madera y otras con piedra o mármol, no sé bien.
Te vas a caer de espalda cuando te cuente con quién me vine a encontrar acá. Yo me había acercado a una parte donde había bastante gente amontonada; unas mujeres estaban con los hijitos porque los querían hacer pasar adonde estaba un tipo hablando (alrededor suyo estaban todos los demás); un hombre de ahí les impedía el paso porque se ve que eran medio molestas. De golpe se escuchó la voz de este tipo diciendo: ¡Felipe, ¿por qué no los dejás a los pibitos que vengan a mí?; no se lo impidás, ¿escuchaste?! ¿No entendés que de estos es el Reino de los Cielos? Como me llamó la atención, pasé yo también. Me miró a los ojos y me dijo: yo ya sé quién sos vos, sé por qué estás acá. Yo soy Jesús.
¡¿Lo podés creer, papá? Jesucristo también estuvo con los tercerplanetistas! Ahora me queda todo mucho más claro.

Día cinco:
Me había dicho que no estuviera con él, que continuara con mi viaje que iba a estar bueno. Entonces, como preferí hacerle caso, programé el aparatito y me adelanté casi mil trescientos años, me fui bastante más al occidente y al norte. Lo que vi cuando llegué me sorprendió: había una casa gigantísima, toda hecha de piedra, con quichicientas mil ventanas chiquititas por todos lados y un muro alrededor. Había miles de hombres cubiertos con metal de pies a cabeza, aunque con algunos trapitos decorados arriba; muchos de ellos iban cargando un palo de madera como de dos metros con un rombo de metal en la punta; otros tenían unos cuchillos inmensos y montaban caballos; otros cargaban un palo doblado tipo semicírculo con una tanza que iba desde una punta del palo a la otra. Le dije a uno si podía presentarme a su líder, me preguntó si yo estaba refiriéndome a “su majestad Eduardo segundo”; yo le dije que sí, que a quien fuese. Me hicieron entrar a la casa gigante, me llevaron frente a un hombre que estaba sentado mientras otro hombre, parado atrás, le hacía algo así como masajes en los hombros; me dijeron que ese que estaba ahí sentado era su rey Eduardo. Este tal Eduardo se me plantó así: ¿podríais decirme quién sois, oh deforme criatura? Y ahí yo le respondí: ¡más deforme criatura serás vos, salame; yo soy de otro planeta, no soy un humano afeminado como vos; más vale que te recatés o acá se pudre todo! Lo dejé mansito, me pidió perdón; me hizo entender que estaban pasando por una situación muy conflictiva y que por eso quizás había sido un poco descortés. Esto fue lo que me contó: hoy, veintitrés de junio del año mil trescientos catorce de nuestro Señor, nos encontráis aquí, en el castillo de Estarlin, a instancias de un enfrentamiento armado con el humilde pero infame ejército escocés, dirigido por el traidor Roberto Brus. No llegaron a asumir, aún después de que descuartizamos a su imberbe soldado, Uilian Ualas, que la corona y el imperio ingleses, afirmados por la divina Gracia de nuestro Creador, merecen control y dominio de todas estas islas; no van a tolerarse disparidades. No cacé ni jota de todo lo que me dijo; se ve que iba a haber una guerra o algo por el estilo. Y sí, fue así. No sabés qué tremenda la matanza que tuve que ver, los escoceses eran muchísimos menos pero les estaban dando a los ingleses para que tengan; no creí que los humanos fueran tan salvajes, estuvo muy groso. Me tuve que ir porque se me acercó un mensajero del rey Eduardo pidiéndome si por favor podía alejarme de ellos porque Su Majestad intuía que yo había traído “malas suertes”.
Sincronicé el aparatito y me las tomé.

Día seis:
Pasé la noche en una isla medio selvática; ¡hay delfines cerca de la costa, es increíble! Según el aparatito que me diste, estoy unos doscientos treinta años más adelante, me moví en dirección sudoeste.
Esta mañana me encontré con la gente de acá, no se parecen en nada a los tipos con los que estuve ayer. Estos tienen la piel de color naranja oscuro tipo el tronco de los cedros; usan trapos de un montón de tonalidades distintas; se cuelgan metales en las orejas, se los enganchan en la nariz, se los ponen alrededor del cuello. De todos los que vi hasta ahora, estos me parecen los más exóticos. No me costó mucho entenderles el idioma, me puse a conversar con un par.
Almorcé con su líder. Era impresionante la cantidad de pescado que se bajaban en una comida. Me recibieron excesivamente bien: querían regalarme de esos metales que se cuelgan ellos, se ponían a tocar música y a bailar, las chicas se me sentaban de a tres alrededor mío y me hacían caricias con las manos o me pasaban la boca por el cuerpo. Me daban las gracias por haber llegado, me creen su dios. Una cosa así me habló el líder (Tumbalá se llama): loado Muni, encarnación de los espíritus supremos, poderoso señor que ha venido a librarnos de mano de los salvajes invasores, que ha venido a hacernos justicia de la mano de Pizarro, concédeles a tus siervos la dicha de gozar más tiempo de tu presencia, danos el ánimo necesario para vencer a nuestro enemigo. Bueno, hasta ahí más o menos me acuerdo; trato de traducir lo mejor que puedo.
Les pedí si podían llevarme con ese tal Pizarro; me dijeron que sí, que iban a hacer todo lo posible. También me dijeron que, debido a que mi llegada les había renovado las esperanzas, harían un ataque al campamento de los “españoles” (así llaman a Pizarro y a los que lo acompañan).
Resumiendo, me pude encontrar con este Pizarro (tenía una vestimenta bastante parecida a la de los de ayer). No me vas a creer pero el idioma que habla es casi como el nuestro. Me contó que estaban con un proyecto en mente muy importante, que su paraje en la isla “Puná” (ese vendría a ser el nombre de la isla en la que estoy) se acabaría muy pronto; piensan ingresar a un pueblo inmenso que le dijeron que tenía una bocha de oro y de plata; ellos también consideran a Jesús como su dios: dijeron que venían en nombre de Jesús, María (es el nombre de la mamá que tuvo Jesús acá) y de Carlos primero rey de España.
Hasta hace un ratito nomás, se estuvieron peleando un montón de los de Tumbalá con los españoles; me parece que ganaron los españoles.
Ahora voy a ir a dormir, Pizarro me invitó a que me quedara en su casa.

Día siete:
Desayuné con los españoles, es gente muy divertida. Pizarro me rogaba que los acompañara en su próxima campaña, quería convencerme de que yo traía buenas suertes. Le tuve que explicar mi situación; le dije que estaba completando un viaje por distintos lugares y épocas, le hice la idea de que era una especie de espía interplanetario. Fue bastante respetuoso y en ningún momento me hinchó para que no los dejara.
Como no tengo ganas de estar tantos días acá con los humanos, me mandé de una casi cuatrocientos cuarenta años; estoy un poco más al norte.
Llegué a una llanura llena de pasto, hay una montonera impresionante de personas. Hablan un idioma bastante parecido al que hablaba el rey con el que estuve la otra vez, ese que me trató de deforme criatura. Cuando pregunté cómo se llamaba el lugar, un chabón me dijo: no sé, no tengo idea de cómo se llama este lugar. Yo vine por el concierto “Woodstock” (te lo escribo así porque es como lo encontré escrito en un montón de lados). Muchas de las chicas estaban vestidas al estilo de las de Tumbalá (el de la isla de ayer), pero en general la ropa que usan estos es muy distinta (me parece lógico que cambien esas cosas con el paso del tiempo). Todos estaban prestándoles atención a unos que hacían música. Vi a varios con un palito blanco que se lo ponían en los labios y cuando lo alejaban les salía humo por la boca. Algunos se  acercaron a hablarme, hay cosas que me dijeron que no entendí muy bien; por ejemplo, vinieron dos pibas y un tipo, y una de las pibas me dijo así medio a los gritos: ¡llegó nuestro angelito del amor; voló por todos los cielos y lo trajo el “rocan rol” (no sé qué es)! Otro por ahí también me dijo: ¿vos sos de otros mundos? Esta es nuestra guerra por la paz, ¿hay paz en el espacio? ¿Te estoy viendo por el ácido, no? Dijeron que en un rato iba a estar Jéndrix.
Después unos me dieron para que yo también me pusiera en la boca ese palito blanco que te dije antes. Sentí algo re extraño: fue como una relajación total y entré a reírme con ellos de cualquier cosa. ¡Bailé con humanos!, fue muy chistoso: me levantaban con los brazos, me ponían la boca en la cara, se me tiraban encima, me hicieron cantar canciones de mi tierra….
Ya es de noche y todavía hay música, casi nadie duerme. Me quedo un cachitín más y en seguida me voy [dejo de escribir ahora porque una de las chicas con las que estuve bailando se clavó no sé qué en el brazo y está tirada en el suelo temblando, tengo que ir a ver qué pasó].

Día ocho:
Fue tremendo, viejo; se murió. Nadie lo podía creer, quedamos todos conmocionados. La explicación que me dieron fue: se pasó de la raya, es lamentable.
Tuve que quedarme con ellos hasta el amanecer, hice lo que pude para consolarlos. Se pusieron muy mal cuando les dije que me iba; yo también lloré.
Programé el aparatito para venirme lo más al futuro posible; fueron unos treinta y nueve o cuarenta años, hasta ahí nomás llegaba. Estoy en el sur.
Tengo que serte sincero, las cosas que viví acá me abrieron la cabeza. No te equivocaste, hiciste muy bien en traerme.
¡Hoy conocí a ese humano del que tanto se habla en nuestro planeta! No creí que iba a poder encontrarlo. Qué gran casualidad que justo haya caído en su gran pueblo, en su ciudad. ¡Al fin estoy en Buenos Aires!
Es como suponíamos, toda la gente de acá habla el mismo idioma que nosotros; me resultó muy fácil ubicarme.
Después de estar preguntando por él en un montón de lados, al final me lo trajo la suerte. Fue una música, me produjo algo rarísimo; sentí de golpe un calor fuerte en el pecho. Me puse a buscar de dónde salía y me encontré con un tipo tocando su instrumento y varias personas alrededor mirándolo. En seguida pensé que era él. Le pregunté a uno de los que estaban ahí si podía decirme su nombre. Fue muy clarito, me dijo: este muchacho de la guitarra se llama Marcos David Porrini, siempre que puedo lo vengo a escuchar.
Cuando terminó me le acerqué. Le dije que había estado buscándolo bastante, que me moría de ganas por conocerlo. Le conté todo: le hablé de nuestro planeta, de la misión que me diste, de todos los lugares en los que estuve, de la gente que conocí…. Sus últimas palabras fueron: bien, Muni; yo ya me lo había imaginado.
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