¿Dónde
estoy? ¿Y este lugar qué vendría a ser? ¿Por qué tanto humo blanco? ¿Se prendió
fuego algo? ¿Me parece a mí o estoy levitando? ¿Y esa luz? Qué fuerte, ¿quién
la prendió? ¿Y ese hombre de ahí quién es? Pero qué raro. ¿Qué estará haciendo
con esa túnica? ¿Por qué no se afeita? Le queda de mal.... ¿Eso que tiene atrás
son alas? ¿Adónde me trajeron? ¡Uy, se me está acercando el desgraciado! ¡Pero
este tipo mide como dos metros!
—Luna, Francisco, lo estábamos esperando. ¿Ha sido cómoda su llegada?
—Sí, qué sé yo; ¿usted quién es?
—Mi nombre es Simón, pero me suelen llamar Pedro; dígame
Pedro.
—Ah, mire usted; ¿y entonces?
—No entiendo.
—Sí, que está bien, se llama Pedro, o le dicen Pedro, como sea, pero
igual no sé quién es. Y tampoco tengo idea de en dónde estoy.
—Mmm..., interesante. Bueno, déjeme que le explique la situación: verá,
usted está muerto, ¿sí?
—Perdón, ¿cómo dijo?
—Le repito: usted murió. Fíjese aquí: “Sr. Luna, Francisco:
Argentino. Fallecido el veintiséis de diciembre de 2008 en accidente aéreo, a
la edad de cuarenta y siete años.”
—Ya veo, sí. Entonces usted sería San Pedro, ¿no?
—Bueno, sí, así me llaman mucho en la Tierra.
—Está bien, che, te felicito; un laburo bárbaro se mandaron de
escenografía, de luces, ¡de actuación! Pero bueno, dale, dígales a Guillermo y
a Mario que no se escondan más; dale que ya estuvo linda la broma.
—A ver, me parece que usted no ha entendido nada. Esto que aquí ve es el
lugar donde todos los recién muertos conocen cuál será su paraje eterno: si el
Cielo, junto al Padre, o el Infierno, lejos de toda luz y bondad.
—Ah..., ya entiendo por dónde venía la mano. ¿Me permite hacerle una
pregunta?
—Adelante.
—Usted cree en Dios, ¿no es así?
—Se supone.
—Y ese dios en el que usted cree, ¿es, digamos, todopoderoso?
—Y sí, bastante.
—Y quiero entender que también es un dios benévolo, ¿sí o no?
—De seguro que lo es.
—Y ahora bien, si su dios es benévolo y todopoderoso significaría que no
desea que sus criaturas, en este caso los hombres, sufran, y además estaría
capacitado para evitarlo.
—¿A qué intenta llegar, señor Luna?
—Lo que quiero decir es que, asumiendo la existencia de su dios, no
tienen razón de ser tanto el Infierno que usted nombró como la enorme cantidad
de angustias y de males que se viven en la Tierra.
—No veo por qué lo dice.
—A no ser que el Gran Dios sea todopoderoso pero no benévolo, o
viceversa, o ninguna de las dos cosas. ¿Usted qué opina?
—Es usted muy inteligente.
—Sí, ya lo creo. También podría pensar que su dios es realmente indiferente
al sufrimiento humano.
—¡Eso nunca!
—¿Sabe qué pasa? De donde yo vengo, la mayor parte de la gente tiene la
razón dormida, se niega a usarla; ¿entonces qué pasa?: bueno, cuando hay cosas
que no pueden explicar o resolver, acuden al misticismo y el fanatismo
religioso; en vez de reflexionar concienzudamente y analizar las verdaderas
causas. Y le digo más, la ciencia, que yo respeto mucho, recién de a poco está
separándose de la necedad, para comenzar un camino racional, propiamente dicho,
hacia la verdad.
—¡Pero eso no quiere decir que Dios no exista!
—Oh, claro que no. Quizás su dios creó el Universo, podría haberlo
puesto a funcionar, afirmando sus leyes, y luego librarlo al azar, dejando que
progresara por su cuenta.
—Bueno, ya esa opción me parece menos atrevida, señor Luna.
—Pero sigue siendo una hipótesis casi imposible de demostrar.
—Sí, puede ser.
—En fin, lo más lógico, lo más apto para el razonamiento, señor San
Pedro, es que en verdad ni su dios ni ningún otro existe. Todo es producto de
la ignorancia, fantasía y de los deseos de respuestas fáciles y hasta de poder
de los seres humanos. Me gustaría escuchar su opinión al respecto.
—Bueno, señor Luna, la verdad es que no sé qué decirle; nunca se nos
había presentado un caso semejante, una mente tan difícil de penetrar....
—Le agradezco.
—Sí, está bien. El problema es que ahora no sé adónde enviarlo, porque
según lo que usted acaba de plantearme, Dios, el Cielo y el Infierno no solo no
existen sino que tampoco deberían existir.
—¿Y entonces qué?
—Y..., la única solución que encuentro es que usted ahora vuelva a la
Tierra, que siga viviendo allí y que cuando sea ya viejo y le toque la muerte, solo
quede su cuerpo en el cajón y nada pero nada más exista para usted después de
eso.
—Ahora sí que estoy totalmente de acuerdo. Me alegra mucho que haya
entendido mi postura. Por fin me encuentro con alguien que no es cerrado y sabe
respetar la libertad de conciencia y de razonamiento de los demás. No se va a
arrepentir, San Pedro, se lo prometo.
—Adiós entonces.
—Sí, señor....
¿Eh?
¡Ah, era un sueño! ¿Cuándo pasa la azafata a retirar las bandejas? ¿Este Mario
ya se durmió también? Pobre hombre ese San Pedro, solo estaba confundido....