martes, 26 de abril de 2011

Francisco Luna frente al Tribunal divino



¿Dónde estoy? ¿Y este lugar qué vendría a ser? ¿Por qué tanto humo blanco? ¿Se prendió fuego algo? ¿Me parece a mí o estoy levitando? ¿Y esa luz? Qué fuerte, ¿quién la prendió? ¿Y ese hombre de ahí quién es? Pero qué raro. ¿Qué estará haciendo con esa túnica? ¿Por qué no se afeita? Le queda de mal.... ¿Eso que tiene atrás son alas? ¿Adónde me trajeron? ¡Uy, se me está acercando el desgraciado! ¡Pero este tipo mide como dos metros!
Luna, Francisco, lo estábamos esperando. ¿Ha sido cómoda su llegada?
Sí, qué sé yo; ¿usted quién es?
Mi nombre es Simón, pero me suelen llamar Pedro; dígame Pedro.  
Ah, mire usted; ¿y entonces?
No entiendo.
Sí, que está bien, se llama Pedro, o le dicen Pedro, como sea, pero igual no sé quién es. Y tampoco tengo idea de en dónde estoy.
Mmm..., interesante. Bueno, déjeme que le explique la situación: verá, usted está muerto, ¿sí?
Perdón, ¿cómo dijo?
 Le repito: usted murió. Fíjese aquí: “Sr. Luna, Francisco: Argentino. Fallecido el veintiséis de diciembre de 2008 en accidente aéreo, a la edad de cuarenta y siete años.
Ya veo, sí. Entonces usted sería San Pedro, ¿no?
Bueno, sí, así me llaman mucho en la Tierra.
Está bien, che, te felicito; un laburo bárbaro se mandaron de escenografía, de luces, ¡de actuación! Pero bueno, dale, dígales a Guillermo y a Mario que no se escondan más; dale que ya estuvo linda la broma.
A ver, me parece que usted no ha entendido nada. Esto que aquí ve es el lugar donde todos los recién muertos conocen cuál será su paraje eterno: si el Cielo, junto al Padre, o el Infierno, lejos de toda luz y bondad.
Ah..., ya entiendo por dónde venía la mano. ¿Me permite hacerle una pregunta?
Adelante.
Usted cree en Dios, ¿no es así?
Se supone.
Y ese dios en el que usted cree, ¿es, digamos, todopoderoso?
Y sí, bastante.
Y quiero entender que también es un dios benévolo, ¿sí o no?
De seguro que lo es.
Y ahora bien, si su dios es benévolo y todopoderoso significaría que no desea que sus criaturas, en este caso los hombres, sufran, y además estaría capacitado para evitarlo.
¿A qué intenta llegar, señor Luna?
Lo que quiero decir es que, asumiendo la existencia de su dios, no tienen razón de ser tanto el Infierno que usted nombró como la enorme cantidad de angustias y de males que se viven en la Tierra.
No veo por qué lo dice.
A no ser que el Gran Dios sea todopoderoso pero no benévolo, o viceversa, o ninguna de las dos cosas. ¿Usted qué opina?
Es usted muy inteligente.
Sí, ya lo creo. También podría pensar que su dios es realmente indiferente al sufrimiento humano.
¡Eso nunca!
¿Sabe qué pasa? De donde yo vengo, la mayor parte de la gente tiene la razón dormida, se niega a usarla; ¿entonces qué pasa?: bueno, cuando hay cosas que no pueden explicar o resolver, acuden al misticismo y el fanatismo religioso; en vez de reflexionar concienzudamente y analizar las verdaderas causas. Y le digo más, la ciencia, que yo respeto mucho, recién de a poco está separándose de la necedad, para comenzar un camino racional, propiamente dicho, hacia la verdad.
¡Pero eso no quiere decir que Dios no exista!
Oh, claro que no. Quizás su dios creó el Universo, podría haberlo puesto a funcionar, afirmando sus leyes, y luego librarlo al azar, dejando que progresara por su cuenta.
Bueno, ya esa opción me parece menos atrevida, señor Luna.
Pero sigue siendo una hipótesis casi imposible de demostrar.
Sí, puede ser.
En fin, lo más lógico, lo más apto para el razonamiento, señor San Pedro, es que en verdad ni su dios ni ningún otro existe. Todo es producto de la ignorancia, fantasía y de los deseos de respuestas fáciles y hasta de poder de los seres humanos. Me gustaría escuchar su opinión al respecto.
Bueno, señor Luna, la verdad es que no sé qué decirle; nunca se nos había presentado un caso semejante, una mente tan difícil de penetrar....
Le agradezco.
Sí, está bien. El problema es que ahora no sé adónde enviarlo, porque según lo que usted acaba de plantearme, Dios, el Cielo y el Infierno no solo no existen sino que tampoco deberían existir.
¿Y entonces qué?
Y..., la única solución que encuentro es que usted ahora vuelva a la Tierra, que siga viviendo allí y que cuando sea ya viejo y le toque la muerte, solo quede su cuerpo en el cajón y nada pero nada más exista para usted después de eso.
Ahora sí que estoy totalmente de acuerdo. Me alegra mucho que haya entendido mi postura. Por fin me encuentro con alguien que no es cerrado y sabe respetar la libertad de conciencia y de razonamiento de los demás. No se va a arrepentir, San Pedro, se lo prometo.
Adiós entonces.
Sí, señor....

¿Eh? ¡Ah, era un sueño! ¿Cuándo pasa la azafata a retirar las bandejas? ¿Este Mario ya se durmió también? Pobre hombre ese San Pedro, solo estaba confundido....



  

miércoles, 13 de abril de 2011

¡Atar-ed-aracsam-ne-oyáboc!



Y Amira y Ana chupaban con pajita el líquido del vaso, se encontraban en un lado, vestían ellas la ropa negra, como los pesados, se reían cuando hablaban no de chistes sino de las malas cosas, hacían malas cosas a gente adolescente como ellas, o a gente mayorcita u otros, los burlaban, o dañaban o estropeaban sus propiedades. Ellas se gozaban en todo eso y no respetaban ni ley ni dios ni la patria; en furia vivían y anotaban su furia en cuadernitos, cuadernitos que compraban para eso, para escribirles bronca.
Mientras hablaban y chupaban entró un hombre al lugar, un señor robusto, ojeroso, casi anciano y vestido en tono oscuro como los pesados visten; se paró frente a ellas dos y les dijo:
—Ustedes son poderosas almas —sonreía incesante y las miraba fijo. Luego de oírlo ellas callaron. Lo observaban. Él las perplejaba, no lo conocían—. ¡Ustedes son para gloria y acero, fuerza de los cielos! Vengo a ofrecerles la energía.
—Señor, esa energía queremos —contestó Amira con voz inerme.
—Sí —afirmó Ana.
Este señor les dio una tarjeta blanca; la tarjeta tenía escrito en el centro, en un blanco un tanto más oscuro, “Fiesta ardiente privada”, y abajo, en el mismo blanco oscuro, “La chata inmóvil, Núñez”.
—Esto se hará el martes, a partir de la una de la madrugada; acá recibirán la luz de fuego, las garras y la destrucción regeneradora. Si se atreven a asistir, si son las escogidas, vengan, y vengan solas.
El hombre besó sus frentes y se marchó. Ellas acabaron pronto el líquido y también se fueron.
Ana y Amira estaban excitadas, felices de haber sido invitadas. Era lo que deseaban, un lugar así, una experiencia así, eso deseaban y tal como querían llegó. El martes fueron.
La entrada a ‘La chata inmóvil’ era muy austera: una puerta de madera vieja con un sutil detalle de arte: el tallado de una rata cabeza abajo y su cola entrenzada. Ese símbolo era único de ‘La chata...’.
En fin, golpearon esa puerta y las atendió el hombre ojeroso. “Hola, mujeres”, les dijo, y les besó la frente. Pasaron a un salón amplio. De solo rojo, negro y rosa estaba pintado y decorado el salón; había un fogón en el medio, y una docena de personas estaba sentada formando ronda alrededor del fuego.
—Vayan, guerreras, súmense al círculo de almas —les ordenó tiernamente el hombre ojeroso.
—¿Es esto la fiesta? —preguntó Ana.
—Increíble —agregó Amira con voz inerme.
Una vez que se sentaron junto al resto, el hombre les dio máscaras, porque todos los demás tenían máscaras. Las máscaras eran de animales: jabalíes, buitres, peces y ratas.
—Tómense todos de las manos y pónganse de pie —exclamó severamente el hombre ojeroso, quien estaba fuera de la ronda, quien luego se paró sobre el fuego—. Repitan este cántico conmigo: Arup etnem renet, arup etnem renet, arup etnem renet —eso repetían en el cántico. Luego sumó otro verso que decía “Zílef res, zílef res, ríviv soid rop, soid rop, soid”.
Las chicas cantaban y disfrutaban el momento. Sin muchas más variantes transcurrieron las tres horas de la fiesta. Volvieron satisfechas al hogar.

Después de una semana, chupaban.
Una tarde, días después de la fiesta, el hombre las visitó de nuevo. Ellas estaban en un lado, hablando y chupando un líquido del vaso. Las miró, sonrió y les dijo: “esta vez será más oscuro”.
—Señor, no queremos esa oscuridad —sostuvo Amira con vehemencia.
—¡No la queremos! —ratificó Ana. El hombre no respondía, pero tampoco sonreía.
—Ahora estamos en otro camino —agregó Amira—, queremos tener la mente pura, la mente pura; y queremos ser felices, y vivir por el Señor Dios. Igual gracias.
—Entonces me voy, ¡agídneb sal soid! —respondió el hombre, sonrió fuerte y desapareció.

Las chicas remendaron sus viejas faltas y empezaron a vestirse distinto a los pesados. No se burlaron más de nadie ni dañaron nada; y más aún, cuando un dinero les sobraba, daban a un pobre y lo besaban. Ese fue el cambio en ellas.


  
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