…cuento
digo que yo vuelvo si se da la chance, hay que ver; pero deje que le enseñe
explique cómo ha sido, desde el inicio, cuando llegamos y todo ¿lo quiere?
Le
explico:
Fue
César quien tuvo la idea de viajar para ver la Rioja, y el pueblo de Ménem,
Anillaco; y yo no me opuse. Lo planeamos ahorramos y bien, fuimos en diciembre.
¿Sabe
una cosa? Nos perdimos pero bueno, en fin, llegamos a otro pueblo que luego de
entrar supimos el nombre porque no se leía en los mapas. Y Alicay es el nombre.
Usted
verá que nos resultó muy curioso ya desde el vamos; era curiosa la gente.
Bueno, lo digo así porque íbamos con el auto y no pocos nos saludaban y
sonreían, será desde las veredas o las entradas —nenitos o mujeres, o incluso
ancianas y señores—. Y entonces nos detuvimos frente a una casa porque era
justo (¡toda una familia había salido a agasajarnos!).
Comimos
con ellos y eran siempre afables; nos miraban sonriendo y cuando hablaban,
hablaban tierno y suavecito. El padre nos dio ropa.
Luego
visitamos gente de otras casas, y no se notaba gran diferencia. Lo que digo es
que no era como acá, o en cualquier otra zona corriente; no, dormimos siesta en
casa de una familia igual constituida —comparo con aquella en que almorzamos—:
padre hija madre hijos dos y abuela. Y no solamente en eso coincidía sino que estos
también eran atentos, sonreían y hablaban dulce. Preguntamos si eran gente
religiosa, y así nos dijo la abuela: “tal vez, niño, pero de forma callada”.
¡Callada,
callada! Entendí más o menos, pero César me forzó a no seguir preguntando sobre
el tema.
Cuando
el sol no era ya tan fuerte salimos y queríamos ver el Centro, y donde estuviese
la intendencia y demás. La hija nos guió.
—Han venido
ustedes por la fiesta, ¿no es verdad? —dijo la chica— Aunque igual no son de
venir turistas y acompañarnos.
Mire,
le explico, esta chica era simpática, pero tanto ella como el resto de la gente
nos resultaban escalofriantes. Pero respetamos.
Donde
la intendencia, en el Centro, había una plaza, como siempre. Y estaban
preparando una fiesta que no supimos cuál, si del patrono, si otra. Caminábamos
y un chiquito nos cruzó corriendo y me tiró un globo de agua. “¡Pincha gorda,
pincha gorda!”, gritaba feliz el chiquito mientras lanzaba la cosa y luego reía
y luego escapaba. “¿Esto es por el festejo?”, le pregunté a la chica. “Es la
antesala, y la fiesta previa hay mañana, y estaremos todos”, respondió.
Al día
después nos levantamos temprano porque era bien temprano el inicio de la
fiesta. Toda la gente, pienso, reunida en la plaza. Y era curioso ver acá la
división en grupos. La gente estaba agrupada, y era el color de la ropa que los
identificaba. Solo dos con ropa roja —toda roja—, mujer y hombre: eran
intendentes —o él intendente y con su esposa—. Luego vimos unos diez con ropas
verdes, y eran como ministros y sus mujeres. En amarillo fuerte había siete que
eran gente de la iglesia. Las familias que nos recibieron, por ejemplo, todas
con su ropa gris.
Así
vi distribuirse el pueblo para la fiesta. Tocaban música folklórica jocosa con
arpas, guitarras, flautas, charangos, xilofones y más instrumentos delicados.
Había competencias gimnásticas, juegos de pelota, rondas para cuentos y tantas
premiaciones. Igual los intendentes permanecían inmutables sobre sus dos
tronos, sobre una gran plataforma —serios, amenazantes, como si vigilaran cada
acción de su gente—.
Cuando
ya era de noche, se preparó una cena para todos, unas cien mesas fueron
servidas. Pero antes de empezar a comer, los ministros religiosos (la gente de
amarillo) subieron a la plataforma, se pusieron uno al lado del otro (eran unos
siete hombres), se tomaron de las manos —y así seguido todos los del pueblo
presentes se tomaron de las manos— y también levantaron sus brazos y cerraron
los ojos —así también el pueblo levantó los brazos y cerró sus ojos—. Silencio….
Silencio
durante diez o quince segundos.... Luego todo a la normalidad, y comieron su
cena.
“¡Ahhhh…!”
Así gritamos –Tarán-Tarán-Tarán-Tarán un rugido taladrante de trompetas o
cornetas y “¡Ahhhhh…!” Gritos de la gente. ¡Tum! Abrieron de golpe nuestro
cuarto y dos viejas —la abuela de la casa y una nueva— vestidas disfrazadas de
rojo azul negro y la abuela de casa con peluca larga con rulos y la nueva
pelada y con un cono rosa de sombrero. “¡Corran, corran, churros, que los
pillamos corran!” Y huimos los dos sin remera, despeinados —perturbados—, se
nos encimó la hija de la familia aquella chica de antes y nos miró furiosa y
gritó “¡Salames asquerosos!” y empezó a tirarnos huevos y salchichas y piedras —nosotros
seguimos huyendo, no entendimos, y estábamos aterrados—. Vimos en medio de la
calle la escena más asombrosa una mujer disfrazada de elefante pero solo
cubierta del vientre a la cabeza y dos hombres y un chiquito cacheteándole y
besándole o mordiéndole sus nalgas. Luego vino otro chiquito —el de aquel globo—,
abrazó mi pierna me miró me dijo también como extasiado “Vive Dios por siempre
y Jesús y María y usted y la reina de los mares”, y me besaba el pantalón y
luego me dejó y fue a sentarse en una esquina. ¡En la plaza había una guerra!
Entre hombres, mujeres y demás, y también soltaron cientos de gallos y se
peleaban entre todos a las piñas y se lanzaban gallos unos a otros. Demás
varones orinaban sobre la entrada a la intendencia, y vi al intendente salir
corriendo y gritando con solo un pañal y luego le lanzaron un gallo, el cual
picó su cara, sangró pero igual reía no dejaba de reír, y vi a su mujer que era
cargada y llevada a las corridas por cuatro hombres y esta mujer no tenía
ninguna ropa y luego los hombres la balancearon y la soltaron sobre arena.
Había una gran orquesta llena de tambores y redoblantes y platillos y cornetas
o trompetas y más instrumentos estridentes asquerosos. ¡Agarraron a César! Le
quitaron su pantalón y lo vistieron como a chiquita para el balé, luego los
hombres lo alzaban por la cintura y bailaban con él como el balé —una vieja le
dio un beso y un chiquito puñeteó su panza y carcajeaba—. ¡Su iglesia estaba
siendo estropeada!; chorreaba queso mostaza y orina sobre las paredes y los
ministros estaban disfrazados de diablos y molestaban a las chiquitas. Para
comer había miles de alfajores, pero estaban desparramados por el suelo por las
calles y cada uno si quería agarraba comía o lo tiraba contra alguien. Yo de
hecho tiré uno a la mujer del intendente, y la besé y la abracé mucho. Luego
todos bailaban a los saltos, golpes y carcajadas. Gritaban “Dios” constantemente
y algunos se acostaban y lloraban. Pasó una noche - dos noches - y nadie
entraba a su casa, si alguien dormía era en la plaza o en la iglesia o en el
techo de la intendencia. La orquesta nunca dejaba de tocar y se turnaban los
artistas, y cada día había más gallos y también sapos y gallinas. Nuestro auto
quedó roto y pintado con queso y popó; César seguía vestido de balé. Y vino el
¡Tarán-Tarán-Tarán-Tarán-Tarán-Tarán-Tarán! de las trompetas ¡y el golpe de
tambores! y en un instante todo el mundo se aquietó-.
Calma.
Los
dormidos se levantaron,
y los
desnudos se vistieron.
Todos
ahora estaban serios y nadie hablaba.
Todos
se reunieron en la plaza, frente a la intendencia.
—¡Hable ahora
quien tenga alguna idea! —exclamó la abuela al pueblo.
—¡Me gustó lo del
queso! —gritó un chiquito— ¡Que este año todas las casas sean llenas de queso!
—Que no haya
iglesia y seamos diablos —pidió uno de los ministros—, y que a Dios le gritemos
siempre que recemos.
—Y pondremos una
fábrica de alfajores —concluyó la abuela, y así terminó esa reunión en la
plaza.
Entonces
ahora le explico este asunto, porque no recuerdo todas las escenas y los
diálogos como para contarlos —y me disculpo—. Vea que al tercer día luego de
aquel jolgorio desmedido, se juntaron todos para encontrar la forma más
conveniente de vivir y organizarse en aquel año que les proseguía. Y harán
luego otra fiesta, y llegarán a cualquier exceso necesario, y así juzgarán y
revisarán su conducta: si habrá gustado o si no lo que hayan experimentado.
Entonces les funciona de esa forma su gobierno y su orden y su fe, su trabajo y
todo. Y de hecho, no sé si el pueblo aún se llama Alicay.
Hasta pronto,
amigo,
Lisandro