lunes, 28 de febrero de 2011

Alicay



…cuento digo que yo vuelvo si se da la chance, hay que ver; pero deje que le enseñe explique cómo ha sido, desde el inicio, cuando llegamos y todo ¿lo quiere?
Le explico:
Fue César quien tuvo la idea de viajar para ver la Rioja, y el pueblo de Ménem, Anillaco; y yo no me opuse. Lo planeamos ahorramos y bien, fuimos en diciembre.
¿Sabe una cosa? Nos perdimos pero bueno, en fin, llegamos a otro pueblo que luego de entrar supimos el nombre porque no se leía en los mapas. Y Alicay es el nombre.
Usted verá que nos resultó muy curioso ya desde el vamos; era curiosa la gente. Bueno, lo digo así porque íbamos con el auto y no pocos nos saludaban y sonreían, será desde las veredas o las entradas —nenitos o mujeres, o incluso ancianas y señores—. Y entonces nos detuvimos frente a una casa porque era justo (¡toda una familia había salido a agasajarnos!).
Comimos con ellos y eran siempre afables; nos miraban sonriendo y cuando hablaban, hablaban tierno y suavecito. El padre nos dio ropa.
Luego visitamos gente de otras casas, y no se notaba gran diferencia. Lo que digo es que no era como acá, o en cualquier otra zona corriente; no, dormimos siesta en casa de una familia igual constituida —comparo con aquella en que almorzamos—: padre hija madre hijos dos y abuela. Y no solamente en eso coincidía sino que estos también eran atentos, sonreían y hablaban dulce. Preguntamos si eran gente religiosa, y así nos dijo la abuela: “tal vez, niño, pero de forma callada”.
¡Callada, callada! Entendí más o menos, pero César me forzó a no seguir preguntando sobre el tema.
Cuando el sol no era ya tan fuerte salimos y queríamos ver el Centro, y donde estuviese la intendencia y demás. La hija nos guió.
—Han venido ustedes por la fiesta, ¿no es verdad? —dijo la chica— Aunque igual no son de venir turistas y acompañarnos.
Mire, le explico, esta chica era simpática, pero tanto ella como el resto de la gente nos resultaban escalofriantes. Pero respetamos.
Donde la intendencia, en el Centro, había una plaza, como siempre. Y estaban preparando una fiesta que no supimos cuál, si del patrono, si otra. Caminábamos y un chiquito nos cruzó corriendo y me tiró un globo de agua. “¡Pincha gorda, pincha gorda!”, gritaba feliz el chiquito mientras lanzaba la cosa y luego reía y luego escapaba. “¿Esto es por el festejo?”, le pregunté a la chica. “Es la antesala, y la fiesta previa hay mañana, y estaremos todos”, respondió.
Al día después nos levantamos temprano porque era bien temprano el inicio de la fiesta. Toda la gente, pienso, reunida en la plaza. Y era curioso ver acá la división en grupos. La gente estaba agrupada, y era el color de la ropa que los identificaba. Solo dos con ropa roja —toda roja—, mujer y hombre: eran intendentes —o él intendente y con su esposa—. Luego vimos unos diez con ropas verdes, y eran como ministros y sus mujeres. En amarillo fuerte había siete que eran gente de la iglesia. Las familias que nos recibieron, por ejemplo, todas con su ropa gris.
Así vi distribuirse el pueblo para la fiesta. Tocaban música folklórica jocosa con arpas, guitarras, flautas, charangos, xilofones y más instrumentos delicados. Había competencias gimnásticas, juegos de pelota, rondas para cuentos y tantas premiaciones. Igual los intendentes permanecían inmutables sobre sus dos tronos, sobre una gran plataforma —serios, amenazantes, como si vigilaran cada acción de su gente—.
Cuando ya era de noche, se preparó una cena para todos, unas cien mesas fueron servidas. Pero antes de empezar a comer, los ministros religiosos (la gente de amarillo) subieron a la plataforma, se pusieron uno al lado del otro (eran unos siete hombres), se tomaron de las manos —y así seguido todos los del pueblo presentes se tomaron de las manos— y también levantaron sus brazos y cerraron los ojos —así también el pueblo levantó los brazos y cerró sus ojos—. Silencio….
Silencio durante diez o quince segundos.... Luego todo a la normalidad, y comieron su cena.

“¡Ahhhh…!” Así gritamos –Tarán-Tarán-Tarán-Tarán un rugido taladrante de trompetas o cornetas y “¡Ahhhhh…!” Gritos de la gente. ¡Tum! Abrieron de golpe nuestro cuarto y dos viejas —la abuela de la casa y una nueva— vestidas disfrazadas de rojo azul negro y la abuela de casa con peluca larga con rulos y la nueva pelada y con un cono rosa de sombrero. “¡Corran, corran, churros, que los pillamos corran!” Y huimos los dos sin remera, despeinados —perturbados—, se nos encimó la hija de la familia aquella chica de antes y nos miró furiosa y gritó “¡Salames asquerosos!” y empezó a tirarnos huevos y salchichas y piedras —nosotros seguimos huyendo, no entendimos, y estábamos aterrados—. Vimos en medio de la calle la escena más asombrosa una mujer disfrazada de elefante pero solo cubierta del vientre a la cabeza y dos hombres y un chiquito cacheteándole y besándole o mordiéndole sus nalgas. Luego vino otro chiquito —el de aquel globo—, abrazó mi pierna me miró me dijo también como extasiado “Vive Dios por siempre y Jesús y María y usted y la reina de los mares”, y me besaba el pantalón y luego me dejó y fue a sentarse en una esquina. ¡En la plaza había una guerra! Entre hombres, mujeres y demás, y también soltaron cientos de gallos y se peleaban entre todos a las piñas y se lanzaban gallos unos a otros. Demás varones orinaban sobre la entrada a la intendencia, y vi al intendente salir corriendo y gritando con solo un pañal y luego le lanzaron un gallo, el cual picó su cara, sangró pero igual reía no dejaba de reír, y vi a su mujer que era cargada y llevada a las corridas por cuatro hombres y esta mujer no tenía ninguna ropa y luego los hombres la balancearon y la soltaron sobre arena. Había una gran orquesta llena de tambores y redoblantes y platillos y cornetas o trompetas y más instrumentos estridentes asquerosos. ¡Agarraron a César! Le quitaron su pantalón y lo vistieron como a chiquita para el balé, luego los hombres lo alzaban por la cintura y bailaban con él como el balé —una vieja le dio un beso y un chiquito puñeteó su panza y carcajeaba—. ¡Su iglesia estaba siendo estropeada!; chorreaba queso mostaza y orina sobre las paredes y los ministros estaban disfrazados de diablos y molestaban a las chiquitas. Para comer había miles de alfajores, pero estaban desparramados por el suelo por las calles y cada uno si quería agarraba comía o lo tiraba contra alguien. Yo de hecho tiré uno a la mujer del intendente, y la besé y la abracé mucho. Luego todos bailaban a los saltos, golpes y carcajadas. Gritaban “Dios” constantemente y algunos se acostaban y lloraban. Pasó una noche - dos noches - y nadie entraba a su casa, si alguien dormía era en la plaza o en la iglesia o en el techo de la intendencia. La orquesta nunca dejaba de tocar y se turnaban los artistas, y cada día había más gallos y también sapos y gallinas. Nuestro auto quedó roto y pintado con queso y popó; César seguía vestido de balé. Y vino el ¡Tarán-Tarán-Tarán-Tarán-Tarán-Tarán-Tarán! de las trompetas ¡y el golpe de tambores! y en un instante todo el mundo se aquietó-.

Calma.
Los dormidos se levantaron,

y los desnudos se vistieron.


Todos ahora estaban serios y nadie hablaba.
Todos se reunieron en la plaza, frente a la intendencia.

—¡Hable ahora quien tenga alguna idea! —exclamó la abuela al pueblo.
—¡Me gustó lo del queso! —gritó un chiquito— ¡Que este año todas las casas sean llenas de queso!
—Que no haya iglesia y seamos diablos —pidió uno de los ministros—, y que a Dios le gritemos siempre que recemos.
—Y pondremos una fábrica de alfajores —concluyó la abuela, y así terminó esa reunión en la plaza.

Entonces ahora le explico este asunto, porque no recuerdo todas las escenas y los diálogos como para contarlos —y me disculpo—. Vea que al tercer día luego de aquel jolgorio desmedido, se juntaron todos para encontrar la forma más conveniente de vivir y organizarse en aquel año que les proseguía. Y harán luego otra fiesta, y llegarán a cualquier exceso necesario, y así juzgarán y revisarán su conducta: si habrá gustado o si no lo que hayan experimentado. Entonces les funciona de esa forma su gobierno y su orden y su fe, su trabajo y todo. Y de hecho, no sé si el pueblo aún se llama Alicay.


Hasta pronto, amigo,

Lisandro
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